A Julia, Juan y Belén, y a todos los pequeños lectores (o escuchadores) de cuentos.
I
El jardín de don Severo...
El jardín de don Severo
atesora un limonero
que da limones brillantes
como floridos diamantes.
De noche, desde muy lejos,
niños, mayores y viejos
ven con encanto y temblor
su emocionante fulgor.
«Parecen trece bombillas»,
dicen las gentes sencillas.
«¡Qué árbol tan reverberante!»,
apostilla algún pedante.
Y el pueblo se enorgullece
viendo que en el huerto crece,
en el limonero en flor,
su pequeña Osa Mayor.
Los más sesudos botánicos
–yanquis, franceses, germánicos–
visitan el limonero
del bueno de don Severo.
«It is not possible», convienen.
«C’est formidable», sostienen.
Y en alemán son normales
las sorpresas guturales.
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Y aunque nada han explicado,
ya en latín han bautizado
al limón fosforescente:
Citricus luminescente.
Pero la gente normal,
que de latín anda mal,
le da un nombre más casero:
frutos de luz de Severo.
¡Miradlos brillar, amigos!
¡Ya es de noche, sed testigos
de la magia de este cuento!
¡Pero, atención, un momento!...
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II
Sucedió una luna llena...
Sucedió una luna llena,
luna de noche serena.
El primero que lo vio
fue mi perro, Rococó.
«¡Calla, no ladres! ¡Tranquilo!»,
dije en mi elegante estilo.
Pero él siguió su concierto
de ladridos hacia el huerto.
Entonces, una ancianita
centenaria y pequeñita
dijo con gran emoción:
«¡Leñe, si falta un limón!».
Y todos, desde el sendero
que se asoma al limonero,
miramos, más que asombrados,
digamos... boquialelados.
Al día siguiente, teñido
de un sol rejuvenecido,
fue comentario obligado
hablar del robado.
Después se olvidó la cosa
(¡oh, memoria caprichosa!),
perdidos en las faenas,
nuevos gozos, viejas penas...