Ensayos sobre el arte de escribir. Robert Louis Stevenson

Ensayos sobre el arte de escribir

Índice

 

 

 

 

 

Ensayos sobre el arte de escribir

Índice

Prefacio

Sobre algunos elementos técnicos del estilo literario

La moralidad de la profesión de letras

Libros que me han influido

Un apunte sobre el realismo

Créditos

PREFACIO

Más allá de John Silver el Largo y Mr. Hyde

 

 

 

 

Existe un panteón universal de los escritores que introducen a la lectura, que abren a los jóvenes y no tan jóvenes las puertas de la literatura de par en par. La lista de quienes descansan allí no está exenta de disputa; pero dudo que discutiésemos en ciertos casos, como el de Verne, el de Dumas, el de Defoe. Tampoco en el de Stevenson, que incorpora una singularidad: ascendió a la gloria con un par de títulos. Debemos de ser millones los que empezamos a perder vista leyendo las cuitas de aquella caterva de marineros y piratas, o con los turbadores experimentos del doctor Jekyll; millones a los que se nos detuvo el aliento con el devenir de La Hispaniola y las pretéritas andanzas del difunto capitán Flint, y con las espantosas metamorfosis que alumbraban a Mr. Hyde.

Tan familiar nos resulta John Silver el Largo y el resto de maravillosos personajes de La isla del tesoro, que a menudo olvidamos la talla literaria de su autor. Es un destino común a los grandes narradores: ocupan nuestra sala de estar y sus erudiciones quedan en suspenso; hecho este que, por cierto, creo que en casi todos los casos ellos recibirían con mucho gusto. Lo cierto es que Robert Louis Balfour Stevenson no solo se inventó una isla imperecedera y disoció magistralmente, para que contemplásemos nuestras inquietantes hechuras, nuestra cara amable y nuestra cara tenebrosa, sino que además fue también un delicioso poeta, un ocasional dramaturgo y un penetrante estudioso sobre la labor literaria.

Stevenson nace en 1850 en Edimburgo, en el seno de una familia con una larga tradición en la ingeniería y construcción de faros. Enfermizo y perennemente escuchimizado, Robert Louis, hijo único, se cría en un ambiente intensamente religioso, y pronto da muestras de una peculiar excentricidad que le aparta de las amistades comunes y termina confinando su educación a sus tutores personales. Al llegar a la mayoría de edad, el vástago de los Stevenson acude a la universidad para estudiar ingeniería, pero allí pronto se escora hacia sus inclinaciones artísticas; se incorpora a un club de debate, representa una obra, y aprovecha los ineludibles viajes para inspeccionar las obras familiares para escribir sin cesar. A los veintiún años, y con el consabido disgusto para este linaje de expertos profesionales, anuncia que se consagrará a las letras, adaptando su indumentaria y su aspecto externo a su recién estrenada bohemia.

Acaso para recabar un mínimo de respetabilidad ante sus decepcionados padres, Stevenson estudia leyes, aunque nunca llegue a ejercer. Viaja tanto como puede; en una de sus travesías conoce a Fanny Van de Grift Osbourne, estadounidense, de la que se enamora, y a la que acompaña a su país, viviendo una epopeya que recoge en El emigrante amateur. El esfuerzo casi le cuesta la vida: ya en su casamiento con Fanny, su aspecto es, según descripción propia, «el de un mero amasijo de toses y huesos, más apropiado como paradigma de la mortalidad que como modelo de novio». Pasarán los siguientes años alternando emplazamientos, en busca de esa salud que siempre le fue esquiva. Viajan, en la década de 1880 —mientras el autor produce sus obras más señeras—, a Francia, a san Francisco, a Tahití, Nueva Zelanda y Samoa, donde vivirían hasta la muerte del autor, acaecida en 1894 a causa de una fulminante hemorragia cerebral.

Stevenson sufrió desde el principio la maldición de los escritores populares, y la temática de sus obras más célebres (terror y piratas, nada menos), también ayudó a su inicial clasificación como un autor de serie B. El auge del grupo de Bloomsbury (Woolf, Stratchey, Keynes y el resto), que lo denostó sin piedad, contribuyó al arrumbamiento de su obra en el canon literario durante la práctica totalidad del siglo XX. The Norton Anthology of English Literature solo lo incluirá en su octava edición, de 2006; entretanto, acaso favorecido por el desplante de la intelligentsia, fue recabando conversos para la religión de la lectura a un ritmo sin igual. Hay pocas cosas que la intelectualidad y la Academia perdonen menos a un autor que su amenidad, y Stevenson fue atractivo y excitante casi sin excepción, casi siempre vívido, y por todo ello, fácil, pero precisamente con la facilidad que, desde Homero hasta hoy, los grandes narradores siempre han exhibido.

Nos dejó hermosos libros de viajes (A través de las praderas, En los mares del sur), antológicos cuentos (muchos en las Nuevas noches árabes), otras estupendas novelas (Secuestrado, El señor de Ballantrae). Y también tuvo un aspecto que hoy nos resulta generalmente desconocido —que fue el que a él le abrió las puertas de los foros cultos de su tiempo—: fue un agudo ensayista y nos deparó algunas estupendas reflexiones sobre la escritura y la lectura, una selección de las cuales se recoge en este opúsculo que les presentamos.

Estos ensayos desvelan el profundo amor que Stevenson profesó a su oficio, un amor que, si bien transpira en cada una de sus obras, es fácil minusvalorar al quedar deslumbrados con el personaje, el político, el carácter indómito, el explorador. El Stevenson ensayista permite entender cuánto ahínco, artesanal dedicación, cuantas horas y cuantos desvelos hay detrás de esas páginas que tanto fluyen, con genialidad aparentemente innata, en sus libros. Así se dignifica, y nos dignifica a cuantos leemos y escribimos.

Los ensayos que les ofrecemos fueron escritos entre 1881 y el año de su muerte; fueron publicados originalmente de forma aislada en diversas revistas literarias, y póstumamente reunidos por sus editores en un solo volumen. Su temática es tan variada como original e incisiva. El autor desmenuza qué clase de arte es el literario; cuáles son sus condicionantes; qué hace que lo literariamente bueno efectivamente lo sea —en qué reside la fuerza estética y el valor de los contenidos—. Nos hace entender también todo lo que hay detrás de la música de las palabras. Pero no se conforma con desgranar lo estético: añade consideraciones éticas sobre el oficio de escribir, sobre la honestidad que le es exigible, sobre el cetro que ostenta la verdad. Dichas consideraciones poseen una actualidad rotunda; basta leer su agria crítica al periodismo más zafio para lamentar su vigencia.

Estas páginas escogidas nos muestran también al hombre, Robert Louis, con sus filias y fobias. Su erudición jamás es afectada; su combatividad siempre se apoya en razones. Conversa con sus lectores de tú a tú: alude al trabajo y al genio y lo hace sin encaramarse a ningún pedestal. Es categórico porque se siente el guardián de un templo, el artístico, que en definitiva venera. Y si en su texto, mediante sucesivos ejemplos, concuerda con La Bruyere («La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir»), lo hace con argumentos muy sólidos, y hasta con trazas de magnanimidad.

Stevenson puede llegar a ser cáustico, pero le aplaudimos porque le sabemos certero; sus apuntes sobre el oficio de escribir y los dones del lector (¿creía usted que se libraría de su aguijón, querido amigo?) siguen hoy sonando tan polémicos como juiciosos; ácidos, pero igualmente lúcidos. Pero no hay de lo que asustarse; como el propio autor hace que Jim Hawkins le diga a Israel Hands, «los hombres muertos no muerden».