Cartas a un joven poeta. Rainer Maria Rilke

Cartas a un joven poeta. Rainer Maria Rilke

Índice

 

 

 

 

 

 

Cartas a un joven poeta

Índice

Prefacio

Introducción

Carta I: París, 17 de febrero de 1903

Carta II: Viareggio, cerca de Pisa, 5 de abril de 1903

Carta III: Viareggio, 23 de abril de 1903

Carta IV: Worpswede (Bremen), 16 de julio de 1903

Carta V: Roma, 29 de octubre de 1903

Carta VI: Roma, 23 de diciembre de 1903

Carta VII: Roma, 14 de mayo de 1904

Carta VIII: Borgeby Gard, Flädie, en Suecia, 12 de agosto de 1904

Carta IX: Furuborg Jonsered, en Suecia, 4 de noviembre de 1904

Carta X: París, 26 de diciembre de 1908

Créditos

Prefacio

Rilke nos escribe

 

 

 

 

 

 

Como Kafka, con quien comparte intemporalidad, Rilke es un praguense en el panteón de las letras germanas. Irrumpe en el mundo en 1875. Precoz y prolífico, pasa de garabatear letras a componer poemas sin solución de continuidad. Aúna el don y el esfuerzo sin descanso. De 1894 es su primer hito poético, Vida y canciones; de 1905, su primera gran obra, El libro de horas, que Stefan Zweig tuvo por la más pura exaltación religiosa lograda por un poeta de su tiempo.

Asceta desde la estética, Rilke concibió el arte como una «pasión de la totalidad». Escogió la senda del artista absoluto, y se codeó con muchos otros creadores; su magnetismo fue notorio. Se casó con una escultora, Clara Westhoff, y fue secretario de Auguste Rodin, que apuntaló su inclinación al trabajo y la paciencia. En París se enamoró de la pintura de Paul Cézanne y conoció a nuestro Ignacio Zuloaga. De su época parisina son los Nuevos Poemas, el Libro de imágenes y Réquiem. Este tiempo acaba desembocando, en 1910, en una severa crisis creativa. Testimonio de ese trance serán Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, principal obra en prosa, cuajada de apuntes biográficos. Su protagonista danés acaso sea un homenaje a Kierkegaard, a quien con tanta admiración leyó.

Tuvo que esperar doce años para publicar su siguiente composición, las Elegías de Duino, cuyos versos iniciales le asaltan durante un paseo: «¿Quién, si yo gritase, me oiría desde las instancias angélicas?». Entre medias, visita repetidamente nuestro país: Sevilla, Córdoba, Toledo, donde le extasiarán los ángeles de El Greco. Hubo de vivir el desgarro de la Primera Guerra Mundial; incluso se le llamó a filas, aunque fue rápidamente licenciado debido a su salud quebradiza. Esta se agravaría tras completar las Elegías, teniendo que ingresar una y otra vez en sanatorios y balnearios.

Supo, tras cada cénit creativo, vislumbrar el peligro de encasillarse en lo logrado. En cada ocasión se dio a la fuga; mudó de registro como los reptiles de piel, para seguir creciendo. Buscador incansable, tras tocar techo en Los sonetos a Orfeo, completados en pocas semanas en un rapto de inspiración, se entregó a la creación de una extensa obra lírica en francés. Anhelaba ser «el profundamente vencido por algo cada vez mayor». Nos dejó el 29 de diciembre de 1926 en el sanatorio suizo de Val-Mont.

Rilke probó con su obra que la poesía es música infiltrada en las filas de la literatura. Su poesía suena y se palpa; está preñada de ideas (que no de mensaje). En su Malte Laurids Brigge escribe que los versos no son, como la mayoría cree, sentimientos, sino experiencias. Dijo además que para escribir hay que tener memoria y haber vivido; solo así se puede escribir con palabras llenas. Intentó crear una realidad suficiente a base de versos, impregnando de belleza cada cosa en la que posó su mirada. Para él hacer poesía no era emocionarse, sino emocionar.

¿Cómo era Rilke? Tímido y taciturno; pulcro, de andar pausado y siempre como con sordina; nunca superfluo, enigmático a menudo. Naturalmente modesto e intensamente humano, sufría de brotes de generosidad extemporáneos. Así lo describía Hölderlin: «Divinamente educado, inactivo y ligero, más contemplado por el éter, y creyente». Era alguien que valoraba enormemente la autenticidad de las emociones; alguien que viviría espantado nuestra ampulosa insinceridad de hoy («Cómo me cansa la gente que escupe sus sentimientos como si fuera sangre», comentaba). ¿Y cómo habría encajado nuestras profusas virtualidades quien todo lo fió a su vida interior? Él, que se apartó sin cesar de las noticias para concentrarse en el ser, en su propio efecto sobre el mundo, más allá de toda autocomplacencia.

Rilke personificó la independencia de espíritu. De una sensibilidad colosal, le conmocionarán la guerra y la barbarie. Pocos se han tomado más en serio el amor; y así escribía: «En el porvenir lejano conservará valor/ únicamente la llama ferviente de nuestro corazón». Fue el aedo de lo enorme y lo infinito, de los afectos humanos, la mística, la dicha y el temblor. Su fervor por la vida se manifestó en alegrías arrasadoras a destiempo (esa marca de la felicidad). Fue la voz cálida que señaló lo implausible de nuestras certezas, el inadvertido milagro que asoma por cada poro de nuestras vidas. Fustigador de cuantos pretendían denigrar y empequeñecer el espíritu, se erigió, como dijo Marina Tsvietáieva, en contrapeso de su tiempo. Y aun puede serlo del nuestro.

Fue Goethe quien dijo que no se llega a conocer a un amigo hasta que uno se escribe con él. Rainer Maria Rilke redactó unas dieciocho mil cartas, es decir, tantas como días pasó sobre la faz de la tierra. En tal tarea se condujo como un ser humano cercano, como un artista sin ínfulas: se carteó durante años con una empleada de correos a la que nunca vio, y con un cura de pueblo con el que solo coincidió en un autobús, en una ocasión.

Todo el que ha pasado por Rilke atesora un pedazo suyo que ama. Los filósofos solemos admirarle por estas Cartas a un joven poeta, que conforman un manual de vida, un artístico Enchiridion: un canto a la vocación, a la entrega, al riesgo espiritual; una llamada a volcarse hacia el interior. El coraje intelectual que Rilke despliega resulta impactante incluso —o sobre todo— en nuestros días: lo que nos dice sobre la mujer, sobre la fertilidad de lo arduo o la inanidad de la crítica, sobre la muerte o el amor, sigue pareciéndonos lucidísimo, y en su mayoría, todavía por comprender e implementar. Sus desafíos para el pensamiento, su coherencia y su originalidad permanecen intactos, sin que los haya ajado ni una pizca el paso de este primer centenar de años.

Esta valentía rielkeana se cimenta muy esencialmente sobre la soledad, «el lugar al que pertenezco», según apunta en El testamento. Soledad como actitud vital que hoy tanto echamos de menos, acosados como estamos por una multiplicidad de estímulos, y por los múltiples ámbitos en los que hemos de despuntar. Soledad como puerta de entrada a lo profundo, que cada vez con más dificultad atisbamos. La voz de Rilke se elevó contundentemente contra la trivialidad y el cinismo, de ahí su actualidad, y el mucho bien que pueden hacernos estas cartas. En ellas aboga por adherirse a la realidad en sus más candentes términos, por abrazar su riesgo y sus frágiles costuras, por amarla tal cual es como medio de dar con Dios; por tomarse en serio la vida, rasgo distintivo del filósofo y el artista; por negarse a ser un mero espectador.

Por muy personal que se mostrase, un ser que contenía universos, cual fue el caso de Rilke, difícilmente escribiría para dejar su impronta en un solo individuo. Cabe suponer que no tenía en mente al muy distinguido señor Kappus como único destinatario de sus misivas; que también pensaba en usted y en el resto. De modo que ya le dejo con Rainer Maria. Es su amigo, y tiene cosas muy importantes que contarle.

 

DAVID CERDÁ

Introducción

 

 

 

 

 

 

RANZ AVER APPUS

 

Berlín, junio de 1929