Vidrios en el parque- es una novela en construcción; heredera de las teorías literarias posmodernas del siglo xx, se presenta en un conjunto de crónicas que buscan su hueco una al lado (o debajo, encima, entreverada) de la otra. Gabriel Martínez Bucio ofrece al lector un ejercicio narrativo consciente de que lo hace en una época en que la literatura ha asumido como propio el espacio de la disolución del sujeto y la tantas veces citada muerte del autor descrita por Roland Barthes. Y lo hace apoyándose en la ironía y en el humor, en el desdoblamiento social y apelando tanto a historias cotidianas de amateurs campeonatos de fútbol, como a los inevitables escarceos amorosos de un escritor en ciernes o a brillantes reflexiones acerca de la cultura y el arte.



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Vidrios en el parque

Gabriel Martínez Bucio

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Vidrios en el parque

© 2018, Gabriel Martínez Bucio

© 2018, La Equilibrista 

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Primera edición: abril de 2018

© Cubierta: Erika Medel

Maquetación: La Equilibrista


Imprime: Ulzama Digital

ISBN: 978-84-947251-7-3

ISBN Ebook: 978-84-947251-8-0

Depósito legal: B 7372-2018

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.




  

  

Maravillosas ocupaciones 

V. La finalidad del juego

De pronto, una idea, un concepto, una frase. No, Eze, no puedo tomar birras ahora a Poblenou. Gaia, nos vemos mejor en la noche, changuita. Un considerado preámbulo. Breves mensajes que no perturban la atmósfera —la pequeña iluminación que germina en el cerebro— y contienen la decencia de avisar al mundo de que se está indispuesto por unas cuantas horas. Y entonces, la página en blanco, el teclado, y el escritor sosteniendo la idea de un hilito y, sobre el hilito, el esbozo de un artista del trapecio. Sin café, ni cigarrillos, ni diccionarios que lo distraerían como una puerta semiabierta, una cerveza recién servida. 

Y aquí aparecen, ya se asoman, los ojitos de las palabras que se apresuran y danzan alrededor del concepto primario hasta protegerlo y enmarcar su importancia. La editorial había pedido más de doscientas páginas, recuerda y teclea. Concibe una cerca de metáforas y descripciones que conforman una pequeña granja en la pradera. El relato se teje y disgrega la acción por toda la llanura. Luego viene el bosque imaginario con sus nubes, animales y secretos. Meses y meses poblando páginas de ciudades aledañas (con Historia y Mitología y Pecados, muchos Pecados incluidos). Y palabras que fingen ser personas —decentes e indecentes— que deambulan todo el día por la calle buscando problemas, oportunidades, amores. El escritor se divierte. Está contento. Cuando la imaginación no fluye, tergiversa los recuerdos hasta conseguirles el perfil literario y encaja los vidrios rotos sin compasión, sin demasiado barniz, sin importar si Hernán le reclama, si Carlota no se da cuenta de que es la encarnación de la Duquesa Sangrienta, si su familia no lo disculpa por lavar los trapitos sucios al sol. 

Los motorcitos de letras, las situaciones y eventualidades conducen al luminoso aforismo del escritor que, por obligación, ha tenido que camuflar en los pasillos de la novela moderna, llena de atentados y conjuras que esconden la maldición de toda una ciudad. Pero se ha dado el gusto de salvar la sentencia que se le antoja axioma. Ha volcado la intriga del libro en el párrafo, el renglón preciso que da la vuelta de tuerca. Y el punto final. Y el cheque en un par de semanas. Todo ha sido un truco y ahora se siente dichoso. Solo quería decir un par de cosas pero hay que comer, y a él le tiene sin cuidado afirmar que lo blanco es negro cuando se tiene hambre. La editorial le había pedido más de doscientas páginas, recuerda, y las ha conseguido revistiendo unas cuantas palabritas; y ahora sí, el cigarrillo y el café y Gaia ya estoy desocupado. 

Sin embargo, una vez que el libro ha sido impreso y las primeras felicitaciones y críticas han aparecido, el escritor, ocupado en dar la mano a extraños, asistir a presentaciones y gracias por su observación, sí, la próxima semana estaré en la Feria de Madrid, comienza a extrañar la soledad que le brindaba la escritura. Hasta este momento, nadie ha reparado en su aforismo. Los lectores le han aplaudido la ciudad imaginaria, las orillas del libro. Ningún brindis por su frase que lo inició todo. Para darse ánimos, piensa que el descuido se debe a la mala atención del lector moderno. Cuando se siente triste, se pregunta si su adagio no era más que un lugar común. La solución la encuentra en seguro una mosca pasó volando. 

Por las noches, el escritor, alejado de las obligaciones que le impone el contrato con la editorial, sospecha que en realidad no ha construido el relato alrededor de su razonamiento primigenio sino que el truco ha sucedido al revés. Y, por un momento, intuye, la importancia del juego radicaba en otra parte.




Datos de autor

Gabriel Martínez Bucio, (Uruapan, México, 1989). Estudió Letras en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, y perteneció a la novena generación del Máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra, en Barcelona. Recibió el Premio Nacional de Ensayo Punto de Partida (UNAM) por su trabajo sobre Macedonio Fernández. Sus textos han aparecido en medios de España y América Latina como Crítica, Animal Político, 14ymedio, La Guarida, Letralia, Intemperie, Le Miau Noir, El Barrio Antiguo y Periódico de Poesía, entre otros.


  

  

A mis padres y a Víctor, 

mi hermano. A Neto no.





  

  

Nadie había empezado a leer lo que sigue.

Papeles de Recienvenido, Macedonio Fernández


Pero

Si no voy a cambiar al mundo, cuando menos 

puedo demostrar que no todo aquí es drama.

Humorista: agítese antes de usarse, Jorge Ibargüengoitia


Entonces

Cantaré a la risa y al ridículo: esas son cosas ciertamente 

inmortales, no tu poder, no tu barbarie, oh César.

Imitación de Propercio, Rodolfo Hinostroza 


Porque

 Finalmente toda persona quiere reorganizar el 

mundo tal como lo imaginó en la infancia. 

Bazar dos mundos, César Núñez


Y

Solo una vaga pena inconsecuente se detendrá

 un momento a la entrada de mi alma.

Odas de Ricardo Reis, Fernando Pessoa






  

  

Preámbulo I

Los músicos afinan las cuerdas

Me desperté con una risita tibia. El balcón estaba abierto y contenía a la noche. También al verano. Al calor del verano. Y la risita flotaba libre por la habitación oscura. No recordaba qué había soñado. Había un puente, un hombre y una anécdota. O una anécdota sobre un hombre y un puente. Y una mujer. Un empujón. Una burla a los ismos del siglo xxi. Era algo así. Un chiste cruel y absurdo. Gracioso. Y, aunque las conexiones se habían desvanecido, aunque el cordón umbilical del chiste se había quedado del lado del sueño, me sentía contento. Y la risita era imparable, casi como si tuviera vida propia y se burlara de mí mismo, de las otras partes de mi cuerpo que no podían ni habían aprendido a reír; de mi incapacidad de recordar el porqué. Pero la rosa es sin porqué, florece porque florece. Y la risita también florecía a esa hora de la madrugada. Era alas, aleteo, vuelo. 

Me desperté con una risita tibia. El balcón estaba abierto y contenía a la noche. También al verano. Al calor del verano. Y la risita flotaba libre por la habitación oscura. No recordaba qué había soñado. Había un puente, un hombre y una anécdota. O una anécdota sobre un hombre y un puente. Y una mujer. Un empujón. Una burla a los ismos del siglo xxi. Era algo así. Un chiste cruel y absurdo. Gracioso. Y, aunque las conexiones se habían desvanecido, aunque el cordón umbilical del chiste se había quedado del lado del sueño, me sentía contento. Y la risita era imparable, casi como si tuviera vida propia y se burlara de mí mismo, de las otras partes de mi cuerpo que no podían ni habían aprendido a reír; de mi incapacidad de recordar el porqué. Pero la rosa es sin porqué, florece porque florece. Y la risita también florecía a esa hora de la madrugada. Era alas, aleteo, vuelo. 

En mi infancia me había ocurrido con mayor constancia y estruendo. Me despertaba muerto de risa y entonces, el psicólogo y los profesores, y qué falta de madurez de este chico (porque también llegó a sucederme en el salón de clases). Y mis padres en la oficina del director, el ademán de la mano, ya se le quitará, pensamos que era algo serio. Es que encima, se concentra más en las bolas de papel que arroja a sus compañeros que en aprender los natalicios y decesos de los héroes-que-nos-dieron-patria. Mejor que ría a que llore, reclamó en vano mi mamá al Hermano Marista cuando los risueños despertares y las guerras de papel comenzaron a ser más frecuentes en el aula. 

Eso sucedió hace mucho tiempo. Cuando era chiquito. Se me había quitado a fuerza de póngase corbata y póngase serio, Gabriel, o lo voy a sacar del salón o lo voy a sacar del entrenamiento o lo voy a sacar del cine o lo voy a sacar del funeral. Pero esta era la primera vez que me sucedía en el umbral de la edad adulta. Ya saben, cuando se asoman las cuentas, los diplomas enmarcados y las aplicaciones para el empleo, el que sea. 

Y así me encontraba yo, en medio del camino de mi vida, despertando con una risita en mi habitación oscura. Sin embargo, de pronto, como un relámpago, me avergoncé. Y la risita se encaracoló en su nido, detrás de los dientes. Me sentí inmaduro y torpe (los extintos maristas señalándome), perdiendo valiosas horas de sueño para reponerme, para estar descansado-para-el-día-siguiente. Ignoraba por qué me afligía tanto, como si fuera un granjero que tiene que ordeñar la vaca antes que despunte el alba, un ejecutivo al que le confiaron las llaves y los cheques del banco, un profesor que se va a sentar en su oráculo para enseñar a amar a este poeta sí y a aquel no, y deje de mirarse las uñas que ahí no hay nada más que mugre. No sé por qué me sentí así. Era curioso. Porque yo no tenía trabajo. No tenía que levantarme temprano. Nadie me había confiado las llaves de ninguna puerta. Gozaba del dolce far niente en ese verano del 2017. Me despertaba y me desocupaba, como me decían mis amigos que ya habían conseguido empleo en una empresa-socialmente-responsable-y-ecológica-y-vegetariana-y-verde. Y desconocían el placer de mover el dedo gordo del pie bajo las sábanas mientras se calienta el agua para el café y el sol se detiene a noventa grados por el cielo. 

La pena fue creciendo hasta que mi cuerpo se creyó un profesionista que no debe perder el tiempo con una risita a altas horas de la madrugada. Así que giré la almohada y quise dormir del lado maduro. Soñar sueños de verdad. Serios y dignos. Proyectos, jerarquías, horarios, hijos, esposa (primero la esposa y luego los hijos, claro está, y solo una, porque si occidente y poligamia = inmadurez y ahí va ese señor y miradas severas de las amigas de la esposa que dicen ahí va ese señor); salud, salud dental, seguro de salud dental, y mental, y vacaciones pagadas y valores, la cuenta en el banco, y compartir palabras y, a veces, pensamientos, y votar, ser responsable con la patria, salir a votar, llenarse el dedo de tinta negra y presumirlo en la comida, y elegir un bando, negro o blanco, 1939 o 1968 (porque nunca te dejan ser 1984). 

Y quise soñar todas estas cosas maduras, de verdad, hice el intento. Pero el lado maduro de la almohada se caldeó con rapidez con la humedad del verano. Y esta vez desperté serio. Y sudando. ¿Era posible que durante toda mi vida hubiera dormido del lado equivocado? ¿Las ideologías ajenas, los ismos y discursos se habían infiltrado por mi oreja? De manera imperceptible, había cambiado los cómo estás, qué bonitos ojos tienes por los qué piensas de tal partido político, cuál es tu opinión sobre la reforma. En demasiadas ocasiones había defendido causas que parecían justas pero luego, al advertir los hilos negros, se habían desfigurado en arrepentimientos. Y me habían dejado convertido en un aporema humano. Pero la transpiración pareció esfumar estos pensamientos y los ecos de la vergüenza. Y volteé de nueva cuenta la almohada al lado fresquito, al lado inmaduro. Y el acto no era tan grave. Al extranjero (que-nadie-recuerda-su-nombre) de Camus, el calor lo hace cometer un homicidio. A mí solo me hizo cambiar de costado el almohadón de plumas. Y arrojar las sábanas al piso. Y soñar inmadureces. Y volver a la risita. 









  

  

  

  

PREÁMBULOS





  

  

Preámbulo II

Los sueños

En esa hora nula y alegre, soñé con Pessoa. Con los indiferentes jugadores de ajedrez de Pessoa. Con esos inmutables jugadores que cedían al inútil goce de una partida bajo la sombra verdosa de un sauce y poco les importaba la guerra que se libraba a las afueras de su ciudad amurallada. Apenas se distraían para servirse más vino de una jarra fresca. A su alrededor las casas ardían y el viento se llenaba de gritos. Pero ellos continuaban con los ojos fijos sobre el tablero. Calculaban la siguiente jugada. Si enroque, si jaque, si la reina está a salvo del alfil que se mira de reojo. Su ejército, el real, los llamaba a formar filas, a defender el puente, pero los dos jugadores dejaban que en vano los llamaran. Ellos sabían que la ciudad caería, que la libertad y la vida cesarían. Y, cuando eso ocurriera, cuando la guerra interrumpiera su partida, solo les interesaba que su rey estuviera libre de jaque y el caballo de marfil amenazando torre y reina. Y, entre sueños, me sentí dichoso y egoísta. Honesto.

La imagen, de repente, se distorsionó, como si alguien hubiera arrojado una piedra al agua y, al hundirse en el fondo, provocara ondas expansivas en la superficie de mi sueño. Los jugadores y la guerra desaparecieron. Todo era pausado, sinuoso, caracol. La escena mudaba de piel. Y el sauce, al encontrarse en soledad, comenzó a multiplicarse, dos, quince, cincuenta veces, uno tras otro estiraban la escena hacia un punto de fuga en el que ya era imposible contarlos. Sus ramas, a la vez, se dislocaban con suavidad y adquirían la curvatura erótica de los robles y los olmos. En cada hoja, un jardín amarillo, rosado. Las líneas del tablero de ajedrez también se desprendieron de su cuadrícula para correr por la mesa, descender por las patas y, como si fueran raíces domesticadas, trazar nuevas cuadrículas por el suelo, más grandes, más bellas, hasta devenir en quioscos noctámbulos, avenidas elíseas, faroles y plazas, con su torre y su balcón, su balcón y su dama, su dama y su blanca flor. De pronto, apareció Baudelaire. Era extraño. Paseaba tranquilo con su gabardina habitual y las manos bien sepultadas en los bolsillos. Pero traía chanclas. Seguramente el calor del verano se había filtrado hasta ese París onírico y había provocado divertidas variaciones. Entonces, rostros viejos y elegantes lo rodearon a las afueras del Teatro de la Comedia y lo instigaron como si se tratase de un crío:

—Dinos, pequeño, ¿a quién amas más? ¿A tu madre o a tu padre? ¿A la Patria? ¿A tus amigos? ¿El oro? —vociferaba el aquelarre.

—Amo las nubes, las nubes que pasan allá lejos, las maravillosas nubes.

 

El sueño se hizo más profundo y antiguo y, sin embargo, era ligero. A punto de despertar aconteció lo siguiente. La puerta de mi casa se ablandaba y, deponiendo su dureza, cedía ante nuevas figuras que brotaban desde su interior y la estiraban con tersura. Sus vértices cuadrangulares se arquearon, dóciles, y se irguieron hasta alcanzar la magnitud de un arco por donde asomaba, a lo lejos, un ejército triunfal. Una gran celebración se llevaba a cabo en Corinto. La gente atiborraba las calles para recibir a Alejandro Magno. Narcisos, rosas y aplausos caían con gran estruendo desde los balcones de colores. Los soldados, extasiados, entraban a las casas donde los esperaban bellas mujeres. El emperador detuvo la marcha. A los pies de una escalera infinita, un hombre estaba rodeado de perros y masticaba un pulpo vivo que se retorcía entre sus dedos. 

—Soy Alejandro Magno.

—Mucho gusto. Yo soy Diógenes, el perro.

—Pedidme lo que queráis que os será concedido. 

—Mira, carnalito (sí, el sueño estaba mexicanizado), nada más que te apartes tantito de donde estás parado porque me estás tapando el sol.