Tendido-sobre-la-nieve.jpg

TENDIDO SOBRE LA NIEVE

Jesús Ballaz




© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es

© Jesús Ballaz
jesusballaz.blogspot.com.es

ISBN: 9788416862382

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Director editorial: Luis Arizaleta
Contacto:
Metaforic Club de Lectura S.L
C/ Monasterio de Irache 49, Bajo-Trasera.
31011 Pamplona (España)
+34 644 34 66 20
info@metaforic.es

¡Síguenos en las redes!

 

SÁBADO, 30 DE OCTUBRE

1

Estaba a punto de salir con la mochila cargada de naranjas a buscar la Luna. Naranjas es un decir, pero la verdad es que me sentía pletórico, como después de mis mejores partidos. Llevaba todo lo necesario para pasar tres días en un refugio de montaña. ¡Con Esther!

Contra mi costumbre de improvisar, había preparado cada detalle la noche anterior antes de acostarme. Buscando la brújula en el fondo de un cajón me salieron unos condones que tenía escondidos. Los miré y los volví a dejar. Rafa ya los utilizaba. Con Sandra. Él no dijo con quién pero todo se acaba sabiendo. Yo los había comprado el día que me enteré de su aventura. De esto hacía cinco meses y aún no los había estrenado. «Ahí estaban. ¡Y allí estarán hasta que Esther quiera! La esperaré lo que haga falta», pensé.

No había amanecido aún sobre Barcelona. Apenas se anunciaba el primer atisbo de luz.

El 1 de noviembre, día de Todos los Santos, era lunes festivo. Teníamos, pues, tres jornadas por delante. Estaba muy contento, aunque el recuerdo de aquel fatídico día de final de junio frenara mi euforia.

Me llevaba el saco de dormir y bastante ropa de abrigo. En el Pirineo haría frío. Incluso podría nevar en algunos puntos. Lo había anunciado el hombre del tiempo que habla sobre las nubes como si fueran su rebaño. Cogí comida para un regimiento. A Esther le parecería excesiva, seguro. Pero yo solo pensaba en ella. No le había de faltar nada. ¡Era una ocasión única! ¡Había perseguido tanto esa oportunidad después del fracaso de San Juan...! No la podía desaprovechar.

En mis oídos resonaban sin cesar la irónicas palabras con las que me había despertado mi padre: «¡Javier, Javier, ya es hora! Levántate, pingüino, que ya se oyen cerca los tambores». Solía sorprenderme con frases como estas que debía de haber leído la noche anterior, porque no es que fuera precisamente poeta. Todo lo contrario, se mofaba de los poetas.

Como yo. Soltó esas palabras con desdén. Las vi como pompas de jabón repletas de ácido. Había notado que esta salida significaba algo muy especial para mí. Me tenía bien calado. Y yo también a él. Más de lo que se creía. Comprobé que llevaba escondidas sus cartas de juventud, encontradas por casualidad.

A medida que me iba haciendo mayor y que mis padres dejaban ver sus crecientes desavenencias, gozaba de una cierta complicidad con él en asuntos considerados propios de hombres.

Mi madre, en cambio, perdía terreno. Sabía que en eso no debía meterse. Y procuraba no hacerlo, aunque a veces no lo lograra y se ganara mis morros o mis reproches. Cada vez más acobardada, se iba batiendo en retirada. Mejor dicho, ni se batía. Su belleza no frenaba ya el sutil menosprecio de mi padre, que habría preferido tener una mujer con opinión propia antes que una Barbie. Ella se desquitaba de las humillaciones en la peluquería y maquillándose con cremas cada vez más caras. A menudo su rostro parecía un óleo. Además tenía otra válvula de escape que le mantenía vivas ciertas ilusiones: el teléfono.

No contesté a mi padre. ¿Para qué? Seguí preparando los bocadillos del almuerzo, el dinero, las pilas y la linterna, una pequeña radiocasete, música enlatada... Me pareció ridículo llevarme la guitarra. No eran sus cuerdas lo que quería acariciar.

Me movía sin cesar, atropelladamente. Intentaba no dejar hueco para que mi padre no me preguntara nada. Temía las gotas de sarcasmo con que a menudo sazonaba sus palabras.

Pero no me echaría atrás. Quería conocer a Esther a fondo y descubrir la vida y el mundo por mí mismo sin que nadie me los filtrara. Ni mi padre. Él creía que me acompañaba en el camino de ida, y yo ya estaba de vuelta.

Desayuné de pie. Él se hizo un café bien cargado y encendió el primer pitillo. El último se lo habría fumado hacia las doce de la noche. A menudo se queja de que ese vicio lo adquirió en las asambleas de la universidad. «Fue todo lo que saqué de ellas y de cientos de reuniones clandestinas. Bueno, también logré buenas amigas y alguna novia», suele concluir riendo. Pero nunca me cuenta quiénes eran ni qué fue de ellas.

Mi madre apareció en el último momento. Las ojeras le comían el rostro labrado por la desilusión, el sueño y los restos de maquillaje.

—¿Te duele la cabeza? –le pregunté.

La conocía muy bien. El hecho de que me marchara la ponía enferma, e intentaba utilizar su malestar real o ficticio para retenerme.

—He pensado en ti toda la noche. La tele dijo que hará muy mal tiempo en los Pirineos –me iba diciendo, mientras me ayudaba a ajustar la mochila a la espalda–. Tal vez caerán algunas nevadas.

—¡Adiós, mamá! –le dije yéndome hacia la puerta.

—No corras, Javier, cuidado con los coches. Ponte la bufanda por la boca, que el aire...

Si hubiera podido, no habría dejado que me llegara a los pulmones sin filtrarlo. Ya no oí sus consabidas y molestas recomendaciones. Me había metido en el ascensor.

En cuanto pisé la calle, el viento me pasó su fría cuchilla por el rostro y eché a correr. Ella debía de estar observándome desde el balcón porque notaba que me ardía el cogote. A pesar de mis esfuerzos, aún no había logrado escapar del todo de su órbita. En el fondo no me iba mal seguir así.

Calle Balmes abajo, me abandoné a la acelerada inercia de los pies. No obstante, cierta oscura resistencia a afrontar el día nublaba mi ánimo. «¿Y si fracaso?», pensé, en un amago de debilidad. Mis pies volaban dentro de las playeras recién estrenadas como si tuvieran muelles. Pensando en Esther, flotaba. «Eso debe de ser el amor», me dije. Era lo que deseaba creer.

Agarré la punta de la larga bufanda de rayas que mi padre había llevado de joven como un fetiche para incordiar a mi abuelo y la lancé alrededor del cuello. Mi cabeza cayó en el lazo. Para mí solo era una prenda que combatía el frío, no una bandera que alejara mis fantasmas.

La única que los conjuraba era Esther. No había dejado de llevarla en mi mente ni un solo minuto desde hacía siete días, cuando accedió a volver a salir conmigo. «¡Te voy a dar otra oportunidad!», me lo dijo ante Peru para dar solemnidad a su decisión.

Esta oferta, tan gratificante por otra parte, me suponía también una humillación. No había caído rendida a mis pies sino que me hacía una concesión. Pero estaba dispuesto a sufrirla por tenerla de nuevo conmigo.

Tenía prisa por comenzar aquella jornada tan especial. La luna aún nadaba sobre el Banco Atlántico en esa niebla lechosa que envolvía el amanecer de Barcelona, producto de la humedad y la polución.

Una moto se detuvo ante un semáforo en rojo. El Jaguar que venía detrás la sorteó de un volantazo y siguió rápido como si huyera del secreto de aquella noche.

—¡Si es que van como locos! –protestó a mis espaldas, como un personaje de Forges, una voz quebrada y aguardentosa.

Me volví hacia ella. El pobre diablo iba haciendo eses. Una canción de taberna, rota y sorda, empezó a resonar entre sus dientes roídos por la caries. Las farolas seguían reflejándose en la acristalada fachada del Banco. Recorrí con la vista sus veintitrés plantas. Bueno, creo que son veintitrés.

Mi padre me había contado que, de joven, evitaba esa acera por «rebeldía revolucionaria». Y ahora trabajaba en su servicio jurídico. En la pared de mármol se adivinaban antiguas pintadas cuidadosamente borradas: «Tal vez alguna era suya», pensé. Al contarme sus andanzas de juventud insistía en la importancia de lo que no se mide con dinero. ¿Quería vacunarme contra la enfermedad que él padecía, aunque no quisiera reconocerlo?

Mientras me lo decía, acariciaba, inconscientemente supongo, sus tarjetas bancarias. Estoy seguro de que no cree en lo que dice. Y mi madre tampoco, ella aún menos. Cuando discuten, siempre aparece el dinero por medio. Incluso sospecho que no se separan por no verse los dos más pobres.

Entré por la boca de metro de Padua y corrí escaleras abajo con la mochila bailando a mis espaldas. Esta vez no salté la barrera para no pagar el tren.

Cuando en junio salí con Esther, comencé mal el día por esa causa. Intenté colarme, se me enganchó el cinturón a una barra y rodé por el suelo. Aún oigo la atronadora voz que me increpó y veo el guiño de conmiseración del quiosquero, cargado de periódicos que chorreaban actualidad.

Al verme ahora frente a los raíles que se bifurcaban, pensé que la vida es una disyuntiva. Yo siempre tiro por el camino que más me apetece. No le doy más vueltas.

Imaginé a Esther esperándome radiante en el Metro. «O tal vez recelosa», dudé. Ya había pagado con creces mi error de hacía cuatro meses. Había sido muy duro para mí soportar su desdén durante todo el verano. «¿Y si me deja plantado?», pensé. «Me prometió ante Peru que vendría. No fallará».

2

Mientras esperaba a Javier en la estación del Metro de Plaza de Cataluña, no cesaban de mirarme unos ojos publicitarios limpios y etéreos, enmarcados en lentes con montura de moda. Pensé, por contraste, en los de Javier, ojos de lluvia verde, turbios y acerados. Demasiado ambiciosos para ser soñadores y velados siempre por una sutil telaraña que no deja ver sus intenciones. Me molestaba esa falta de transparencia, ese misterio... Su mirada era una barrera que aún no había conseguido rebasar.

Javier no buscaba nada que pudiera estar más allá del alcance de sus deseos. Y estos se habían de cumplir por fuerza. Si no, explotaba en infantiles rabietas.

A mí me gustan los chicos que pretenden la luna, aunque sepan que será inalcanzable. Desconfío de los que tienen aspiraciones tan pequeñas que se pueden cumplir inmediatamente. Él no sueña, lo ha tenido todo demasiado fácil. No se ha visto obligado a luchar por nada. Es un hijo de mamá, quien no ha hecho otra cosa que contemplarlo porque ha sido su juguete.

Lo había conocido al comienzo del curso anterior en una cancha de baloncesto. Fui con mis amigas al entrenamiento de Peru, que aquel día cumplía quince años. Aunque me costó dar ese paso porque no era mi estilo, acudí envuelta en olor a rosas, harta de que Sandra me tapara con sus modelitos, su desparpajo y su osadía.

Cuando llegué, todos los jugadores estaban corriendo alrededor de la pista. Uno espigado y rubio, a quien no conocía, se iba quedando atrás. Había fichado recientemente por el equipo y no tenía tanto fondo físico como los demás que llevaban más tiempo entrenándose.

La voz inmisericorde del entrenador los azotaba como una tralla. Después comenzaron un partido muy vibrante. Los balones corrían de mano en mano a un ritmo endiablado y los rebotes se disputaban a muerte. Defendían y atacaban sin tregua.

—Ese rubio se llama Javier –me dijo Sandra.

Me dio rabia que hubiera notado que los ojos se me iban tras él. Era desgarbado, pero se suspendía en el aire mejor que nadie y la pelota salía de sus dedos con trayectoria precisa. Cuando anotaba un tanto, su mirada buscaba la aprobación de las espectadoras. También la mía.

No jugó muchos minutos, pero tenía madera. Por algo lo había llamado Peru. No estudiaba en el mismo instituto que casi todos los demás, sino en el Liceo Francés, un prestigioso colegio. Me lo contó Maite, una compañera de su curso que había venido a animarlo.

Al final del partido, fuimos a celebrar el cumpleaños en una cafetería. Javier se mostró más retraído que en el campo. No obstante, mi perfume no le había pasado desapercibido. En el momento de marcharnos, arrancó una rosa del ramo que habíamos regalado a Peru y me la ofreció.

Al llegar a casa me abrió mi hermana. Mi madre, como de costumbre, estaba ausente.

—Me la han regalado –le dije cuando vi que miraba la rosa con ojos de reproche.

—¿Un chico? Aún eres muy joven para empezar con esas historias –me recriminó Mila, que tenía cinco años más que yo.

—¡Anda, mira quién fue a hablar!

—Tienes que estudiar –concluyó en tono autoritario.

Era lo que me decía siempre. Ella salía con un músico callejero y estaba recelosa de que pudiera haber un chico en mi vida.

No entendí entonces su reacción, pero tal vez temía que Fabián tuviera que quedarse muchos días solo con mamá sin poder satisfacer su pasión de ir a la montaña y que tuviera roces con ella. Mila aún actuaba como si fuera responsable de nuestro hermano mayor. Lo protegía.

Estoy segura de que Fabián no me habría dicho nada. Contemplaba la vida con la impasibilidad con que los aymaras miran las cumbres de los Andes, mientras mascan las hojas de coca que los mantienen activos. Yo era mucho más joven, nos llevábamos más de diez años, pero él me veía sobre un pedestal. Tal vez porque en mí casi no habían quedado los rasgos indios de mi padre. Me parecía a mi abuela materna: ojos claros y cara redonda.

Desde aquel encuentro, Javier y yo nos veíamos de vez en cuando. Hacia comienzos de primavera, seis meses más tarde, empezamos a salir juntos con más frecuencia. Alguna vez me había invitado a tomar chocolate con churros en la calle Petritxol adonde mi madre nunca me había llevado.

¡Cuánto tardaba! La espera se me estaba haciendo eterna. Los ojos publicitarios nos seguían mirando a mí y a todos los que aguardábamos en aquel andén, seductores, fríos, sin pasión y sin urgencias. Temía que se repitiera lo de aquella víspera de San Juan. Aún sabría recrear lo que pasó aquella jornada minuto a minuto...

El abuelo materno de Javier poseía una casa en la playa que había construido él mismo y guardaba su barca amarrada verticalmente a una de sus la paredes. Su nieto podía disponer de ella para sacarla al mar. Era el único de la familia que se dignaba a empuñar los remos del abuelo, que procedía de Santoña; de joven había competido en regatas de traineras con el de Peru, que era de Orio. El día que lo descubrieron sus nietos aún estrecharon más una amistad que había nacido en las canchas de baloncesto.

Javier estaba empeñado en que fuéramos a navegar. Casi me arrastró. Acepté por curiosidad, no por gusto como cuando me invitaba a las cafeterías de la calle Petritxol. Aún me acuerdo lo insolente que lo vi aquel día en el Metro. Su cara de naranja sanguina pretendía mostrar felicidad, pero rebosaba descaro. ¿Dónde quedaba ya la timidez del primer encuentro? Confundía la alegría con la chulería.

—¡No sabía que fueras tan tardón! –le recriminé para frenarlo.

Bueno, no sé por qué lo hice. Tal vez veo las cosas así, después de haber pasado lo que pasó.

Me besó levemente en la mejilla, como quien desea borrar una mala impresión y transmitir tranquilidad.

—¿Reivindicaciones salariales? –fue lo primero que me dijo al ver una pintada que exigía mejoras desde una pared–. Los trabajadores siempre están pidiendo...

—Por algo será –le corté.

Calló, pero ante mí ya se había retratado para siempre. Aquellas palabras las conservo como una foto fija de su mentalidad de nuevo rico. No se las he perdonado.

—Será un día maravilloso –me susurró para suavizar mi reacción.

Todos los que viajaban con nosotros eran un chico que leía el periódico, dos minifalderas, un señor encorbatado que les comía las piernas con su miradas, excursionistas cargados de cuerdas de escalada, un vigilante nocturno que había terminado su turno -lo indicaban su uniforme y sus ojeras-, dos tristes noctámbulos, una vieja con su misterio de cansancio y de pesadumbre...

Creo que no me dejo a nadie. Se me quedaron bien grabados. En una de las bruscas arrancadas del Metro, la vieja se precipitó sobre uno de los noctámbulos y este sobre la mochila de Javier, y Javier sobre mí posando largamente sus labios sobre mi cuello. Así empezó.

Me venía a la mente cada minuto de aquel día, no podía evitarlo. ¡Ojalá que no hubiera ocurrido aquel precedente que la nublaba!

Los impecables ojos publicitarios seguían mirándome. A pesar de ser tan límpidos, neutros y soñadores, me acusaban, aunque nadie a mi alrededor lo notara. Había escapado de casa mintiendo. Eso me dejaba mal sabor de boca.

Sabía qué esperaba Javier de mí. Estaba dispuesta a dar algún paso hacia él para reconocer sus sinceros esfuerzos de los últimos cuatro meses. Pero, eso sí, con el freno puesto.

¡Tres días podían dar mucho de sí!