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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Sandra Field. Todos los derechos reservados.

TRECE AÑOS DESPUÉS, Nº 1572 - julio 2012

Título original: Surrender to Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0711-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Jake Reilly paró a un lado de la carretera y bajó del coche. Con los mocasines de piel crujiendo sobre la tierra, subió hasta la cima de la colina, donde la brisa del mar movía su espeso pelo oscuro. El océano se extendía hasta donde le daba la vista, el encaje blanco de las olas golpeando las rocas y la isla en la boca de la ensenada.

La isla en la que, mucho tiempo atrás, hizo el amor con Shaine O’Sullivan.

Casi contra su voluntad, su mirada pasó del turquesa oscuro del mar al pueblecito de Terranova rodeado de abetos y abedules. Llevaba trece años fuera de allí y, sin embargo, recordaba el nombre de los propietarios de cada una de las casitas pintadas de blanco, con sus verjas de madera y sus chimeneas. Pero fue la casa más cercana al camino del acantilado la que llamó su atención; la casa donde había vivido Shaine O’Sullivan. Shaine, sus padres y sus tres hermanos, Devlin, Padric y Connor. Pelirrojos todos aunque ninguno como ella, que tenía el pelo como las llamas de la madera de deriva que se quemaba en la playa, de un color tan vívido que brillaba como el oro...

Jake se metió las manos en los bolsillos, mascullando una maldición mientras hacía un esfuerzo para apartar la mirada.

La casa en la que él había crecido estaba más cerca de la carretera; su madre la vendió cuando se marchó a vivir a Australia, donde había vuelto a casarse. Lo había llamado, recordaba Jake, para saber si él quería conservarla:

–Lo dirás de broma. No creo que vuelva nunca más por allí... en ese pueblo no se me ha perdido nada. ¿Por qué iba a volver a Cranberry Cove?

No se le había perdido nada, desde luego. Entonces, ¿qué hacía allí? ¿Por qué aquel soleado día de septiembre estaba en la carretera de Cranberry Cove, cuando podría estar en cualquier otro lugar del mundo? Haciendo surf en la playa de su lujosa mansión de Los Hampton, Long Island, yendo al teatro en Nueva York para dormir después en su lujoso dúplex frente a Central Park, paseando por las calles de París, donde tenía un apartamento cerca del Louvre. O haciendo negocios en cualquier sitio desde Buenos Aires a Oslo.

Shaine, estaba seguro, ya se habría marchado de allí, sacudiéndose el polvo de las zapatillas, como él. De modo que no había vuelto para verla.

Aunque seguramente se encontraría con sus hermanos. Si quisiera, podría preguntarles dónde estaba...

¿Para qué iba a hacerlo? No quería ver a Shaine y tampoco ella querría volver a verlo. Después de todo, fue ella la que se negó a irse de Cranberry Cove trece años antes. Ella quien, a pesar de sus protestas de amor, se quedó en el pueblo cuando él se marchó.

¿Olvidaría algún día la angustia de ese rechazo?

Quizá, pensó Jake, ésa era una de las razones que lo habían llevado allí. Quería visitar el sitio donde la única mujer a la que había amado nunca le dio la espalda. Como si fuera el día anterior, podía ver su vestido azul azotado por la brisa, el pelo rojo cayendo por su espalda...

Furioso consigo mismo, Jake volvió al coche y se sentó frente al volante. Pasaría un momento por el pueblo para saludar a los vecinos y luego volvería al aeropuerto. Estaría en casa esa misma noche, dejando aquella absurda expedición tras él. El pasado en el pasado. Donde debía estar.

Antes de entrar en el pueblo detuvo el coche, nervioso. Podría volver al aeropuerto sin que nadie lo viera. ¿No sería lo más inteligente?

«Cobarde», le dijo una vocecita. ¿Le daban miedo los recuerdos? ¿Tenía miedo de encontrarse con los hermanos de Shaine y saber que estaba felizmente casada? ¿Qué clase de hombre era?

Jake se dio cuenta de que tenía miedo. Su corazón estaba acelerado y apretaba el volante con excesiva fuerza. Los mismos síntomas que cuando iba a buscar a Shaine a casa de sus padres. ¿Hubo una mujer más bella que Shaine a los dieciocho años? Entre niña y mujer, inocente e inexperta y, sin embargo, poseedora de una inconsciente sensualidad que lo volvía loco. Que hacía que deseara poseerla por encima de todo.

Y lo había hecho, una vez.

Jake salió del coche. Era un coche de alquiler, un modelo pequeño, nada parecido a su Ferrari, que estaba en el garaje de Los Hampton. Su ropa tampoco era pretenciosa: vaqueros, una camisa y una cazadora de ante que tenía más de cinco años.

No quería llamar la atención. Había una enorme diferencia entre su forma de vida y la de la gente de Cranberry Cove; no tenía sentido restregárselo por la cara. Pero lo que Jake olvidaba era el aura de seguridad, de éxito, de mundo, que lo hacía destacar entre los demás.

Y la sutil sexualidad de sus rasgos: mentón cuadrado, pómulos marcados y ardientes ojos azules. No podía hacer nada sobre eso, de modo que tendía a ignorarlo.

Jake respiró profundamente, sus pulmones llenándose de aire limpio y salado. Olía a leña quemada y a pan recién hecho... El tiempo desapareció entonces. Tenía diecisiete años otra vez y estaba desesperado por escapar del pueblo para irse a la universidad.

Shaine tenía trece entonces. Se hicieron amigos porque, como él, era diferente, una persona solitaria.

Se fue a la universidad, pero volvió cinco años después. Y fue entonces cuando se enamoró.

Jake empezó a caminar. Entró en Cranberry Cove, su pueblo. Enseguida vio a un anciano sentado en una vieja mecedora, fumando una apestosa pipa.

–Hola, Abe. ¿Te acuerdas de mí? Soy Jake Reilly. Vivía a seis casas de aquí, cerca de la carretera.

Abe escupió con mucho tino sobre las dalias del porche.

–Le metiste un gol al equipo de St. John. Esa noche hubo una fiesta tremenda.

Jake sonrió.

–Esa noche me emborraché por primera vez en mi vida. Y pagué por ello a la mañana siguiente... la peor resaca que he tenido jamás. Pero mereció la pena.

–Menudo gol –recordó el anciano–. Las gradas se volvieron locas... bueno, ¿y qué te trae por aquí?

–Sólo quería volver a ver este sitio –contestó él, vagamente–. Cuéntame los cotilleos, Abe.

El anciano metió más tabaco en su pipa y, durante media ahora, habló sin parar, yendo de casa en casa en un colorido recital sobre quién se había casado, qué niños habían nacido, quién había muerto y de qué. La última casa del acantilado era la de los O’Sullivan.

Jake esperaba, con el corazón golpeando sus costillas.

–Los tres chicos están bien. Devlin se dedica a pescar langosta, Padric es carpintero y Connor, que acaba de terminar los estudios, quiere hacer un curso de informática en la ciudad. ¿Sabes que sus padres murieron? Poco después de que tú te fueras, creo yo.

–¿Los padres de Shaine han muerto? –exclamó Jake, atónito.

–Su coche patinó en el hielo en la carretera de Breakheart Hill –Abe sacudió la cabeza–. A la pobre se le rompió el corazón. Se había ido a la universidad, pero volvió para cuidar de sus hermanos. ¿No sabías eso?

–No.

–Cuando un hombre está fuera de su casa tanto tiempo, siempre se lleva alguna sorpresa –dijo Abe entonces, mirándolo con una expresión indescifrable.

–¿Crees que debería haber vuelto antes? –preguntó Jake, desconcertado.

–Yo no he dicho eso –sonrió el anciano–. ¿Vas a visitar a Shaine?

–¿Visitarla? ¿Dónde?

–Sigue viviendo en la casa de sus padres. Tiene una tienda de artesanía al final de la calle. Le va bien, dicen.

–Pensé que se habría ido de aquí hace mucho tiempo –suspiró Jake.

–Hay cosas que una mujer no puede dejar atrás –comentó Abe, con una de sus sabias miradas–. Pero tú estabas deseando marcharte de Cranberry Cove para buscar algo que no encontrabas aquí.

–Sí, es verdad.

–¿Y lo has encontrado?

–Ésa es una pregunta difícil –suspiró Jake–. Creo que sí. Sí, claro que sí.

–¿Has ganado dinero?

«Mucho dinero», pensó Jake. Más de lo que hubiera podido imaginar nunca.

–Me va bien.

–Pues entonces ve a comprar algo a la tienda de artesanía.

–¿La tienda de artesanía? ¿Para qué, para apoyar a los artesanos locales? –bromeó Jake, un poco nervioso.

–Es una forma de verlo –sonrió el anciano, levantándose pesadamente–. Tengo que irme, chico. Me alegro de verte.

–Gracias, Abe. Yo también me alegro de haber charlado contigo.

Mientras él entraba cojeando en su casa, Jake siguió calle abajo, pensativo.

Shaine seguía viviendo en Cranberry Cove. Había criado a tres chicos y tenía una tienda de artesanía.

Y sus pies lo llevaban directamente hacia esa tienda.

No sabía que sus padres hubieran muerto.

Porque no había preguntado.

Debería dar la vuelta y tomar el camino del aeropuerto. Algo le decía que pusiera la mayor distancia posible entre él y la tienda de Shaine O’Sullivan.

Entonces vio a Maggie Stearns entrando en su casa. En lo que se refería a cotilleos, Abe era un aficionado comparado con Maggie. Jake apresuró el paso y enseguida vio un bonito cartel de madera. La tienda de artesanía se llamaba La Aleta de la Ballena.

A Shaine siempre le habían gustado las ballenas. Cuando tres de ellas, varadas en Ghost Island, consiguieron volver a mar abierto, creyó que era un buen augurio.

Pero estaba equivocada.

El cartel se movía suavemente con el viento...

La inteligencia de Shaine era una de las muchas cosas que le gustaban de ella y estaba seguro de que habría tenido éxito en cualquier empresa que se hubiera propuesto.

Jake se detuvo delante del escaparate. En él había una vidriera con un dibujo... una ballena. Los colores: azul, rojo, verde, naranja, amarillo. Y supo, inmediata e instintivamente, que la había hecho ella.

Conocía a gente de Los Hampton que pagaría mucho dinero por poner esa vidriera en su casa.

Tampoco a él le importaría tenerla.

Jake empujó la puerta y vio a una mujer tras el mostrador. Estaba de espaldas, intentando llegar a unas cajas en la estantería de arriba. Pero cuando oyó la campanita, se volvió.

–Enseguida lo atiendo...

Se quedó sin voz. El color desapareció de sus mejillas, las cajas cayeron al suelo. Se agarró al mostrador con una mano, tambaleándose como el cartel al viento. Sus ojos, esos ojos verdes que Jake no había olvidado nunca, llenos de una emoción que sólo podría llamar terror. Cuando vio que empezaba a marearse, Jake se acercó de dos zancadas y la tomó por la cintura.

–No pasa nada, Shaine.

Ella cerró los ojos, dejándose caer sobre su pecho. Aunque estaba más delgada que antes, Jake tuvo que hacer fuerza para sostenerla. Con cuidado, la sentó en una silla. Llevaba un vestido de color verde hoja, con estampado de peces tropicales. A Shaine O’Sullivan nunca le habían gustado los colores aburridos.

El calor de su piel bajo los dedos le produjo un escalofrío. ¿Siempre había sido tan blanca, tan cremosa, como la leche de la vaca Jersey que tenía su padre? Olía a flores y su pelo parecía de oro bajo la luz de la lámpara.

Su cuello, largo y delicado, despertó en él tal confusión que su único pensamiento era salir corriendo.

Pero se quedó.

–No pasa nada, Shaine. Te has mareado un poco.

No se había mareado, se había desmayado. ¿Por qué? Habría entendido que se pusiera furiosa al verlo. O que lo mirase con desdén. Incluso entendería un gesto de indiferencia después de tantos años. ¿Pero terror?

No llevaba anillos, ni alianza, ni anillo de compromiso.

–Te has cortado el pelo –murmuró, sin saber qué decir.

A los dieciocho años, su melena ondulada caía por su espalda como una cascada de bronce. En aquel momento parecía una aureola de fuego, dejando la cara despejada. Shaine respiraba con dificultad, intentando calmarse.

–Eres tú. Jake. Jake Reilly.

–No quería asustarte.

Shaine se incorporó, apoyando la espalda en el respaldo de la silla.

–¿Qué haces aquí?

–Tenía una reunión en Montreal y pensé que, estando tan cerca de Terranova, debería pasarme por Cranberry Cove –contestó él, con falsa tranquilidad.

–Después de trece años.

–No esperaba verte –suspiró Jake, apartándose–. Pensé que te habrías ido de aquí hace años.

–No tenemos nada que decirnos. Y tampoco creo que tengas nada que decirle a nadie en Cranberry Cove.

–Abe Gamble me contó lo de tus padres, Shaine. Lo siento mucho.

–Fue hace mucho tiempo –contestó ella. Jake se percató entonces de que había miedo en sus ojos verdes–. ¿Qué más te ha contado?

–Que volviste de la universidad para cuidar de tus hermanos. En otras circunstancias, supongo que no habrías vuelto...

–Tú no sabes nada de mis circunstancias. Ni de mí –replicó Shaine.

Pero Jake había estado haciendo cálculos.

–Connor ha terminado sus estudios. Debe tener... dieciocho años, ¿no? ¿Por qué no te has ido ahora que son mayores?

–Marcharse de aquí no es tan fácil como crees. He invertido todo mi dinero en esta tienda, no puedo desaparecer así como así.

–¡Pero no quisiste venir conmigo!

–Hice lo que tenía que hacer –dijo ella, levantando la barbilla.

–Me alegro de que no lo hayas lamentado –replicó Jake, con una buena dosis de sarcasmo.

Shaine se levantó, agarrándose al mostrador, y lo miró de arriba abajo.

–Tu sitio no está aquí... eres como los turistas que vienen en verano. Cranberry Cove ya no es tu hogar, pero es el mío y... no quiero verte.

–¿Por qué?

–Porque te fuiste y no volví a saber nada de ti –contestó ella, amargamente–. No me llamaste, no me enviaste una sola carta. No tienes derecho a hacerme preguntas.

Aquél no era momento para descubrir que lo único que deseaba era estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que el pellizco que sentía en el corazón desapareciera.

–Estás... diferente. Más delgada. No ha sido fácil para ti, ¿verdad?

–Eso no es asunto tuyo. ¿Por qué no te vas? Y esta vez, no te molestes en volver.

Pero Jake no pensaba dejarse amedrentar.

–Estás más guapa que nunca, eso es lo que intento decir.

Podría haber jurado ver un brillo de alegría en sus ojos, pero...

–Guárdate esos halagos para otra. A mí no me hacen falta.

–No me he casado. ¿Y tú?

Shaine apretó los labios, tan generosos, tan sensuales.

–No lo entiendes, ¿verdad? Sal de mi tienda, Jake. Vete de mi vida. No quiero volver a verte nunca.

–No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Tú lo sabes.

–No has crecido, es lo que quieres decir. Tus deseos son lo único importante, no los de los demás –replicó ella, con dureza–. Si no te vas, llamaré a mis hermanos y te sacarán de aquí a la fuerza.

–Tendrías que llamar a los tres –bromeó Jake–. ¿De qué te has asustado, Shaine?

–No me he asustado. Me ha sorprendido verte, nada más. Vete, por favor.

–Me voy porque quiero, no porque tú me lo digas.

–Me da igual, pero vete de una vez.

Jake apretó los labios. Le habría gustado que su encuentro fuera de otro modo. Shaine O’Sullivan y él habían sido amigos y ahora se miraban como si fueran enemigos mortales.

–Tienes unas cosas muy bonitas en la tienda. La vidriera del escaparate... ¿la has hecho tú?

–Sí –contestó ella, sin mirarlo.

–Si nadie la compra, llámame –dijo él, sacando una tarjeta–. Conozco gente que pagaría un dineral por algo así.

Shaine ni siquiera miró la tarjeta.

–¿Cómo te atreves a volver después de tantos años, pensando que puedes arreglarme la vida?

–Una cosa no ha cambiado –suspiró Jake–. Tu temperamento siempre ha ido a juego con tu pelo.

Shaine abrió la puerta y se quedó esperando.

–Adiós, Jake Reilly. Que te vaya bien.

Él atravesó la tienda, el viejo suelo de madera crujiendo bajo sus pies. En los ojos verdes había furia y algo parecido al pánico. Shaine O’Sullivan quería que desapareciera de su vista, pero no sabía por qué.

–Adiós, Shaine.

Y entonces, antes de que ella pudiera apartarse, la tomó por los hombros y buscó sus labios.

Por un momento, Shaine se quedó rígida, como si la hubiera pillado por sorpresa. Luego se puso a temblar como un pajarillo asustado. Jake la apretó contra su pecho, con los ojos cerrados, olvidándose de todo excepto de la suavidad de sus labios. El calor de su piel atravesaba el vestido, calentando un sitio tan escondido dentro de él que casi había olvidado que existiera.

La deseaba. Cómo la deseaba.

Entonces se dio cuenta de que ella estaba luchando, intentando desesperadamente apartar la cara.

Mareado, Jake levantó la cabeza y dijo lo primero que le pasó por la cabeza:

–Esto no ha cambiado.

–Todo ha cambiado –replicó Shaine, con las mejillas coloradas–. ¿De verdad crees que puedes retomar lo nuestro después de trece años, como si no hubiera pasado nada?

No sonaba muy sensato, desde luego.

–Yo no había pensado besarte...

–Y no volverás a hacerlo.

–No te gustó hacer el amor conmigo en Ghost Island.

Ella abrió la boca, perpleja.

–¿De qué estás hablando?

–Por eso no quisiste marcharte conmigo de aquí... sexualmente no pude satisfacerte.

–¡No seas ridículo! –replicó Shaine bruscamente–. Me gustó mucho.

–¿De verdad? –preguntó Jake. Absurdamente, la respuesta era fundamental. Entonces sólo tenía veintidós años y Shaine O’Sullivan era lo más importante del mundo para él.

–Sí, es la verdad... pero ha pasado mucho tiempo y ya no importa.

–A mí sí.

–¿Esperas que te crea? –le espetó ella, empujando la puerta–. Vete de mi vida, Jake Reilly. Y no vuelvas nunca.

Lo decía en serio. No estaba jugando; Shaine no era una persona manipuladora. Jake se dio la vuelta, salió de la tienda y empezó a caminar calle arriba.

No sabía dónde iba.

Sí, sí lo sabía. Iba hacia su coche y luego al aeropuerto.

Le hubiera gustado o no hacer el amor con él trece años antes, ahora Shaine O’Sullivan lo odiaba.

El deseo había desaparecido, eclipsado por un dolor incuestionable. El mismo dolor que sintió en Ghost Island cuando, después de hacer el amor apasionadamente, después de abrirle su corazón, Shaine le había dicho:

–No puedo irme de Cranberry Cove contigo, Jake. Tengo que quedarme aquí.

Y se había quedado. Fue él quien se marchó aquel mismo día. Fue él quien hizo todo lo posible por olvidarla.

Unas horas antes habría dicho que había tenido éxito en la vida. Pero eso fue antes.

Había sido una mala idea volver a Cranberry Cove. Muy mala idea.

 

 

A través del escaparate, Shaine observaba a Jake alejándose calle arriba. Y se dio cuenta de que estaba temblando.

Se había ido. Por el momento.

Pero, ¿se quedaría en Cranberry Cove el tiempo suficiente para descubrir su secreto? ¿Y si era así, volvería?

De nuevo, sintió miedo.

Angustiada, colocó el cartel de Cerrado y entró en la trastienda. Dejándose caer en una silla, Shaine enterró la cara entre las manos.