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ENTRE TODOS, TÚ

Olga Moreno Feledi

ENTRE TODOS, TÚ

{Colección SÍSTOLE}

Primera edición, noviembre 2017

© Olga Moreno Feledi, 2017

© Esdrújula Ediciones, 2017

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es

info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 1348-2017

ISBN : 978-84-17042-39-4

Impreso en España· Printed in Spain

A Víctor, por la magia que creamos juntos.

Por nuestro pack y nuestra historia.

Y por mi suerte, que hizo que entre todos fueras tú.

Te quiero.

El elegido

El pequeño Darío llora como loco, mientras yo me concentro en no quemar la cena, no matar al niño y no suicidarme metiendo la cabeza en el horno. Me acerco a él, que me mira desde la trona que difícilmente cabe en mi diminuto piso, que desde que él ha llegado a nuestras vidas está patas arriba. Me mira con los ojos encharcados y deja de llorar, pero no desaparece el puchero que lo caracteriza.

—Cariño, estoy intentando cocinar porque hoy tenemos un invitado muy importante, por favor te lo pido, no llores más. Has comido, has hecho tus cosas, ¿qué más quieres de mí? —le digo con vocecilla de haberme tragado un elefante rosa.

Mi pequeño me mira con cara de no entender nada. Pero cuando le hago una mueca, el puchero desaparece para dar lugar a esa risa que me llena el alma.

Continúo con la cena, intentando obviar lo que significa lo que va a pasar esta noche. Estoy atacada, pero el pollo no tiene culpa de nada, así que me concentro en hacer la cena.

—Amor —grito y él me contesta desde la ducha—. ¿Tardas mucho? Es que no puedo con todo a la vez.

—¡Ya voy!

De todos es sabido que en una cocina soy más peligrosa que un niño de cinco años. Pero, con el tiempo, no me ha quedado otra opción que aprender, y mi única especialidad ya no son solo los espaguetis con queso y la pizza precocinada. Ahora al menos hago cosas que no acaben con el tipín que he conseguido con sudor y lágrimas.

Noto sus manos rodeándome la cintura y su olor inunda mis fosas nasales. Me giro y, enredando mis brazos a su cuello, le doy un dulce beso.

Ha pasado un año y todavía sigue provocando las mismas sensaciones en mí que el primer día. Me imagino que de eso va el amor. O al menos eso es lo que me ha ensañado él que significa el amor.

—¿Te importa ocuparte tú? Para yo poder ir a cambiarme y prepararme —susurro entre sus labios mientras él aprieta mi cadera con sus manos. Qué guapo que está siempre que sale de la ducha. Dan ganas de arrancarle a mordiscos la toalla que tiene enrollada a la cintura.

—Claro que no, prepárate tranquila.

Me suelta y, antes de yo entrar en el dormitorio, le oigo decir:

—Hola, pequeñín, ya he escuchado que estabas portándote mal. ¿Qué vamos a hacer contigo, campeón?

Me doy una ducha y luego me decanto por un vestido ceñido de color azul marino. Me atuso un poco el pelo, me maquillo y después, tras pensármelo dos veces, me acabo pintando los labios de rojo.

No es que esté preocupada por gustarle, pero tras tanto tiempo quiero que me vea bien. Que vea que tomé la decisión indicada, a pesar de no haberle elegido a él.

Cuando sucedió todo aquello, en lo único que era capaz de pensar era en qué pasaría si estando con uno echaba de menos al otro, y me daba cuenta de que había elegido mal y ya era demasiado tarde. O si, peor todavía, estuviera con quien estuviese nunca estaría satisfecha con ninguno. Tenía miedo de estar enamorada de dos personas al mismo tiempo y no poder estar con ninguna.

Pero por suerte o por desgracia, ese no fue mi caso. Aunque no me disgusta la idea de mantener una relación con dos hombres como ellos. Dos Hombres con mayúscula. Porque no eran niños. Eran personas adultas que tomaron decisiones, acertadas o no, pero que siempre se hacían responsables de sus propios actos. Y creo que eso es lo que me gustó fundamentalmente de ellos.

Uno era más dulce pero fiero cuando tenía que serlo, y era capaz de parar su mundo por mí. El otro era rudo y borde pero, cuando se enamoraba, se entregaba por completo, sin miedo a nada.

En su momento pensé que si ellos dos formaran uno solo, sería el hombre perfecto con el que soñaría toda mujer, y algún hombre incluso. Ahora, echo la vista hacia atrás y no me arrepiento de nada de lo que hice, porque todo me hizo llegar hasta él. Hasta mi hombre perfecto. Vamos a llamarlo El elegido para no adelantar demasiado.

Esta noche viene el que ocupó mis sueños y fantasías en un pasado. Al elegido no le hizo mucha gracia en un principio. Y lo entiendo, que conste. No tiene que ser agradable recibir en tu casa al tío que poco más de un año atrás se estaba chuscando a tu novia. Pero yo necesito verle. Necesito saber que está bien y que ya no está enfadado conmigo. Porque sí, estuvimos juntos, pero es que precisamente porque nos quisimos necesito verle. Porque cuando das por terminada una relación con alguien así, luego le echas de menos a niveles que son difíciles de sobrellevar. Sobre todo cuando te decantas por otra persona, y se supone que no puedes estar mal ni echar de menos a la otra, porque eso ya significaría algo. Y sí significa algo. Significa que te importó como persona y que dejó una huella en ti, a pesar de que no fuera amor del de verdad el que os uniera.

Eso fue lo que le dije al elegido para que entendiera que necesitaba esa cena y que además quería hacerle partícipe a él también. Él, como buen cabezota, al principio me mandó a tomar vientos. Pero bastó una conversación más para que aceptara y entendiera que para mí era importante.

Cuando salgo del dormitorio, la mesa ya está puesta y el olor de la cena ha cambiado significativamente desde que la dejé en sus manos. Darío ya no llora, y me miran los dos haciéndome sentir la mujer más afortunada del mundo.

—¿Me sustituyes? Para que me pueda vestir.

—Claro, aunque así estás muy guapo también —le digo sonriente mientras pasa por mi lado y yo intento quitarle la toalla.

—No me provoques, que si no, no habrá cena ni visita.

Y, guiñándome un ojo, se mete en el dormitorio pero sin cerrar la puerta, el muy cabrón.

Yo doy de cenar a Darío antes de que lleguen nuestros invitados, para poder acostarlo y pasar la noche sin lloros ni reclamos de atención. Mientras, con el rabillo del ojo, le observo vestirse. Él sabe que lo miro, así que lo hace todo muy despacio y con detenimiento. Yo lo miro, divertida, hasta que Darío reclama mi atención.

Sale del dormitorio con su portátil y veo que lo abre y pone algo de música. Suena Crazy, de Daniela Andrade.

—¿Quieres bailar? —me pregunta tendiéndome la mano.

Le doy mi mano y me dejo llevar por él, por la magia que siempre ha existido entre nosotros, y por la música.

Bailamos abrazados en nuestro pequeño salón, mientras Darío nos mira divertido, como si se estuviera preguntando qué estamos haciendo. Mientras nosotros, en nuestro mundo particular, disfrutamos el uno del otro. Sus manos se pasean por mi espalda y mi cintura mientras le abrazo todo lo que su tamaño me permite. Siempre me encantó esa sensación de sentirme pequeña entre sus brazos, mientras él me envuelve con ellos, como si no quisiera que me escapara jamás de su lado.

Porque si algo bueno tuvo nuestro comienzo es que pudimos darnos cuenta de lo mucho que nos dolía estar separados, porque por circunstancias que descubriréis más adelante, no nos quedó otra opción. Gracias a eso ahora disfrutamos aún más de este momento, en el que la magia nos envuelve haciéndonos volar.

Para que lo entendáis mejor tenemos que remontarnos unos meses atrás, exactamente un poco más de año y medio.

¿Preparados?

Pues agarraos, porque desde ya os aviso de que va a ser intenso.

Nuestra historia

Antes de empezar con la historia creo que debo presentarme. Mi nombre es Noelia y yo diría que soy una chica completamente normal. En ese momento podría dar gracias al cosmos, a Dios, o a quien fuera que estuviera arriba por haber podido encontrar trabajo de lo que me gustaba.

No era mi trabajo soñado, también he decirlo. Trabajaba en una pequeña revista de nivel local en la que ganaba lo justo para poder pagar el seguro del coche y comer algo más aparte de pan y mantequilla. Así que tampoco me quejaba. Tenía la esperanza de poder ir ascendiendo poco a poco. Mi jefa era un sol, o al menos lo era cuando estaba de buenas. Así, podríamos decir que llevaba la vida normal que podía tener cualquier persona en aquel momento. Un trabajo de mierda, pero que te da de comer.

Había muchas cosas que me apasionaban y el amor no era una de ellas. No era una cuestión de rechazo completo a todo lo que fuera el sexo masculino. Al menos, aún no había llegado a ese punto. Era más bien cuestión de pereza. Pereza porque tus emociones dependieran de otra persona y ya no solo de ti misma, por tener que aguantar a alguien con sus idas y venidas solo porque estás enamorado… Pereza por sufrir y que te hagan daño. Y que después necesites al menos un siglo y medio para poder recuperarte y pasar página. Cuando vuelves a conocer a alguien, te vuelves ñoño y manipulable de nuevo y empiezas a parecerte más a un unicornio rosa que escupe arcoíris por la boca que a un ser humano. Y, puestos a elegir, yo prefería parecerme a un zombi de The Walking Dead. La cosa es que te conviertes en algo así para volver a pasar por el mismo proceso de antes. Y al final se te va la vida enamorándote y desenamorándote una vez tras otra. Y yo no pensaba desperdiciarla así. Ya hacía tiempo que había mandado a Cupido a tomar por saco.

Esa decisión la tomé el día en que me encontré a mi novio tirándose a otra en el nidito de amor que acabábamos de alquilar juntos cuando entramos en la universidad. Obviamente dejó de ser mi novio y dejó de ser nuestro nidito de amor. Todo pasa por algo, y yo me tomé como una señal divina eso de que estar conmigo misma y con mis amigos era la mejor opción.

Tampoco le daba muchas vueltas al tema, porque ya tenía todo lo que necesitaba en la vida. Tenía una familia que adoraba a pesar de desear matar a mi hermana día sí y día también. Pero bueno, eso yo creo que es algo normal entre hermanos, sobre todo cuando se trata de dos mujeres completamente opuestas y que apenas se llevan cinco años.

Tenía unos amigos increíbles. Voy a empezar por Sil. No porque sea señorita, ni mucho menos. De hecho, dudo que se la pueda definir así. Sil era algo así como mi alma gemela. Estaba loca y era más bruta que un arado, pero eso formaba parte de su encanto. Se pasaba los días planeando a quien triscarse por la noche y su catálogo era algo más largo de lo que a ella le hubiera gustado. Pero era una mujer que plantaba los ovarios sobre la mesa y decidía qué hacer, con quién y cuándo. Ella ponía los límites y ellos se limitaban a aceptarlos o no. Paseaba sus largas piernas dejando sin aliento a quien estuviera alrededor, daba igual si era hombre o mujer. Y no era por su físico, que también. Era por esa personalidad arrolladora con la que, sin necesidad de palabras, decía «aquí estoy yo y vengo a dejar huella».

Era administrativa en una empresa en la que casi todo el sector femenino le hacía la vida imposible y su jefe intentaba acostarse con ella, y por mucho que ella decía que no, él no desistía en el intento. Ella decía que tampoco era para tanto, pero a mi parecer aquello llegaba a rozar el acoso. En realidad, detestaba su trabajo, siempre decía que se había equivocado de carrera. Que el hecho de que Victoria’s Secret tardara tanto en ficharla la confundió. Y que, desesperada, se arrimó a lo que entonces hacía todo el mundo porque tenía más «salidas».

Otro de mis compañeros de vida, por no decir el principal, era Omar, mi mejor amigo. Sin duda, si había alguien que podría soportarme y al que no me molestaría soportar durante toda mi vida, era él. No había día en el que no habláramos, nos mandáramos mensajes… Nos conocimos… ni siquiera sé exactamente cuándo. Tendríamos igual tres años o incluso dos. Sus padres se mudaron a la pequeña finca que había al lado de la nuestra y crecimos juntos. Nos elegimos como compañeros desde el día en el que nos peleamos por un juguete y, como dos buenos amigos, llegamos a la conclusión de que sería más divertido compartirlo. O al menos esa es la historia que siempre nos cuenta mi madre.

Fuimos juntos a la guardería, a preescolar, al colegio, al instituto... e incluso en la universidad aunque cursábamos estudios distintos, nos pasábamos los días juntos. No había nada en el mundo que no supiéramos el uno del otro.

Omar había estudiado filología y él sí había tenido suerte con lo suyo. Hacía unos años le habían dado trabajo en una editorial que además le encantaba. Así que se había tenido que mudar a la capital, que estaba a una hora de donde vivíamos. Por tanto, pasamos a vernos menos pero eso no nos distanció.

Como no podía ser de otro modo, compartía con él dos de mis grandes pasiones: el baile y el surf. De hecho, pocas veces bailábamos o surfeábamos el uno sin el otro. También compartíamos el amor por los libros. De hecho, cuando vivíamos cerca teníamos por costumbre ir los jueves el uno a casa del otro y los dos, tirados en la cama, leíamos cada uno lo que nos gustaba. A veces uno le leía al otro, otras veces nos intercambiábamos los libros, y otras veces simplemente mirábamos al techo y nos quedamos a solas con nuestros pensamientos, pero siempre juntos.

Los animales eran otro amor incondicional. Aunque ese amor tenía nombre: Bombón. Ya os hablaré de él más adelante.

No estaba en un momento en el que quisiera comerme el mundo, porque tampoco sentía esa necesidad. Estaba bien, tranquila, con un trabajo con el que podía subsistir medianamente bien, vivía con mi padre al que adoraba, y tenía una rutina que no me amargaba la vida. Nunca fui una persona que llevara muy bien los cambios. Digamos que cuanto más controlado lo pudiera tener todo, más feliz era.

Por favor, no me toméis por una controladora compulsiva. No tengo las cosas organizadas por colores, ni los libros alfabéticamente, ni soy incapaz de salir de casa si no he doblado la ropa o hecho la cama. No. Simplemente estaba cómoda con las cosas que tenía y me gustaba mucho mi vida tranquila, sin sobresaltos ni cambios bruscos. Ya tendría tiempo de agobiarme y de vivir un vendaval de emociones más adelante. Ya lo veréis.

Generalmente soy una chica muy alegre siempre y cuando no parezca que me han metido un palo por el culo, porque me suele pasar. No que me metan un palo por culo, gracias a Dios. Pero sí que lo suele parecer. Sobre todo cuando creo que debo comportarme de una forma determinada o cuando siento que la gente espera algo concreto de mí.

También he de avisaros de que soy un poco dramática en ocasiones y puedo llegar a removerme en mi mierda a niveles de los que no me siento especialmente orgullosa. Pero cada cual afronta las situaciones y desgracias a su manera, yo con el tiempo espero aprender que esta no es la manera más sana y que hay otras formas con las que afrontar las tristezas y las desgracias.

El origen de mis problemas suele ser que actúo sin pensarlo, con ganas de dejarme llevar y sin miedo a lo que ocurrirá después. Y es que además, soy ese tipo de personas que después se comen la cabeza a más no poder, siempre poniéndose en lo peor. No es que sea la mejor manera de actuar y de ser, ni mucho menos la más sana. Pero soy así, y aunque hasta la fecha no he conseguido aprender a pensarme las cosas antes de hacerlas, sí que he aprendido que «a lo hecho pecho» y que de nada me sirve darle vueltas después.

Bueno, hechas las presentaciones, creo que viene siendo hora de que sepáis más o menos de lo que hablo y de que conozcáis a todos los que ya os he presentado y a los que están por venir, para que los queráis u odiéis como lo hice yo.

Allá vamos.

Aquí es donde empezó nuestra historia.

Bombón

Al entrar, como de costumbre, el sonido de los ladridos de los perros me inundó. Entré, dejé mis cosas junto al mostrador, en la taquilla reservada al voluntariado y recogí mi pelo oscuro en una coleta alta. En la radio sonaba Tu enemigo, de Pablo López. Me acuerdo porque iba canturreándola. ¡Siempre me encantó esa canción!

Saludé a Antonia, la dueña de la perrera y enseguida, tras preguntar qué hacía falta hacer, me puse manos a la obra.

Paseé a los chicos que faltaban por salir, limpié las celdas, les di de comer, bañé a un par de ellos (a los que me dio tiempo) y, tres horas más tarde, me llamó Antonia para pedirme que sacara a Bombón al jardín, porque había una pareja interesada en él.

Sentí de inmediato un pinchazo en el pecho.

Había empezado de voluntaria en la perrera gracias a él.

A un American Staffordshire Terrier, negro, con carita de no haber roto un plato en su vida. De esos a los que llaman «perros peligrosos», pero que como mucho te puede matar a lametazos.

Fue un día, paseando por la capital. Iba junto a mi mejor amiga, Silvia. Estábamos de compras por la calle central, cuando vimos a un vagabundo gritándole a un Bombón que nada tenía que ver con el de ahora. Esquelético, temeroso y apagado.

Iba a pasar de largo, pero en cuanto le levantó la mano y le arreó una cachetada que le dejó tumbado en el suelo, no me pude morder la lengua.

Me acerqué y, lo más educadamente que pude, le pedí que no le hiciera daño al perro. El vagabundo, con muy malas formas, me dijo que me fuera a la mierda y que se metía mis opiniones por donde ya se sabe…

Me di la vuelta, pero cuando le volvió a dar un puñetazo, esa vez me acerqué y tiré del perro hacia mí.

La gente a mi alrededor se quedó mirando, pero no intervinieron en absoluto. Como si la cosa no fuera con ellos. Y mientras, Silvia me pedía que no me entrometiera. Supongo que temía que aquel individuo me soltara uno de esos golpes a mí.

—He dicho que no le haga daño… —volví a repetir.

—Mira, niñata, yo con mi perro hago lo que me sale de los cojones, que para algo es de mi propiedad.

—No es de su propiedad. Es un ser vivo, no es propiedad de nadie. ¿Acaso por ser un humano se cree con derecho a tratarlo como si fuera una muñeca de trapo?

—Es mi puto perro y hago lo que me da la gana. Ahora lárgate de aquí y mueve ese culito a otra tienda.

—Voy a mover mi culito y me iré de aquí, sí. Pero el perro se viene conmigo.

—¡Venga ya!

—Si usted lo trata bien, no me lo llevaré. Porque este perro parece ser lo único que tiene en la vida. Pero si vuelve a tratarle así, me lo llevaré, me cueste lo que me cueste.

El perro seguía encogido en el suelo. Con todo lo grande que era, el pobrecito no tenía fuerzas para nada. El vagabundo se levantó y, mirándome fijamente a los ojos, le dio una patada en las costillas.

—Es mío y aquí se queda.

—Noelia, vámonos, por favor —me pedía Silvia a mis espaldas.

Me di la vuelta, la mire y le susurré:

—Llama a la policía.

Tal cual, me volví y le pegué un puñetazo al señor. Ni siquiera sé cómo lo hice, mi puño me ardía del dolor, pero lo dejé noqueado. Y ya os podéis imaginar el resto de la tarde…

Desde aquel día, Bombón formaba parte de mi vida.

Quise quedármelo en su momento, pero mi padre no me dejó tenerlo en casa y, con los estudios, no me lo pude quedar. Así que cuando lo llevé a la perrera, tuve claro que no quería dejar de verle. Todo eso había ocurrido dos años atrás.

Por eso, a pesar de estar feliz por poder ver cómo Bombón tendría la familia que se merecía, había un haz de tristeza en mí. Porque durante esos dos años, Bombón había sido mi fiel compañero. Mi mejor amigo. Y tener que despedirme de él me destrozaba.

Le abrí la celda y, amarrándole la correa, lo saqué de allí.

—Vamos gordito, tu nueva familia te espera.

Salimos al jardín y una parejita adorable nos esperaba en la entrada. Lo llevé hasta ellos y me agaché a su lado. Él me dio un beso, cómo si lo supiera.

—Tranquilo, mi vida. Ellos te cuidarán muy bien —le acaricié su enorme cabecita—. Te echaré de menos.

—Te quiere mucho —murmuró la chica rubia que permanecía agarrada al brazo de su novio.

—Llevamos dos años juntos, no es para menos —susurré con tristeza—. Habéis elegido muy bien. Bombón os dará todo el amor que lleva dentro, como ha hecho conmigo.

Le di un beso y volví a acariciarle.

—Espero que nos veamos pronto, gordito. Pórtate bien. Te quiero mucho…

Me di la vuelta y, mientras una lágrima bajaba por mi rostro, escuché a la chica llamarme.

—¡Espera!

Me limpié la cara y volví hasta ella.

—Es una pena que después de tanto tiempo os tengáis que separar —dijo ella, y yo empecé a arrepentirme de mi comportamiento, no fuera a ser que se echaran atrás por mí.

—Es lo mejor para él…

—Tome —me tendió una tarjeta de visita. Le eché un vistazo; en ella ponía «Kasie Clayton, directora general de K&S». Aquello me impresionó. Al graduarnos en periodismo, todos los estudiantes nos peleábamos con uñas y dientes por una plaza de becario en esa revista—. Llámeme cuando quiera verle. Por nosotros no habrá ningún problema.

—¿De verdad? —pregunté emocionada.

—Sí. Llámeme cuando lo necesite. De verdad.

—Muchas gracias…

Acababa de llegar a la casa que había sido de mis padres. Casa en la que yo, con veinticinco años de edad, seguía viviendo. Ya sabéis, la crisis y esas cosas…

—¡Hola papá! —grité esperando una respuesta.

Al ver que no había nadie en casa, supuse que mi padre estaría donde siempre. Así que salí de casa, hacia el garaje que había en la parte trasera de la pequeña finca que teníamos. Y allí estaba, oculto bajo el capó del Ford Mustang clásico que compró con mi madre cuando se casaron. Llevaba años empeñado en arreglar ese coche, desde que le obligaron a prejubilarse tras varios ataques al corazón. Lo adoraba y él desde entonces estaba obsesionado con él. Supongo que era la única forma que tenía de sentirse útil y entretenido con algo.

—Hola, papá —me acerqué para darle un beso en la mejilla.

—Hola, cariño —me dijo, con manchas de grasa en una mejilla, en la nariz y una pequeña en la frente, como si se las hubiera hecho al rascarse—. ¿Qué tal el día?

—Bien, hoy han adoptado a Bombón. Se ha puesto como loco de contento. Tendrías que haberle visto —comenté, apoyada en el coche.

—Te habrá dado mucha pena… Llevas años cuidando de él.

—Me dio pena, pero a la vez sé que le espera una vida mucho mejor que encerrado en una jaula. Además, sabes lo que pasa cuando un perro lleva demasiado tiempo en una perrera. Y Bombón era de los veteranos. Es mejor así.

—Bueno, quién sabe, igual te lo vuelves a encontrar un día. La vida da muchas vueltas.

—Sí… ¿Y tú qué?, ¿algún avance?

—Qué va, hija... Es lo que tiene intentar arreglar un coche uno mismo —repitió por decimoctava vez esta semana. Era su explicación equivalente a un «no tengo ni idea de arreglar coches, pero así al menos hago algo durante el día»—. ¿Preparada para mañana?

—Más o menos… —mi padre cerró el capó y yo me senté encima. Crucé un pie sobre el otro y empecé a balancear las piernas— La oportunidad que me ha dado mi jefa no se la dan a todo el mundo.

—Si sale mal, no te preocupes, mi vida. Eres joven, tendrás tiempo de tener muchas más.

—Mañana por la noche viene Silvia, le he dicho que se quede a cenar.

—¡Qué bien! Mañana toca lasaña.

—Por eso mismo me ha dicho que sí, papá. Como si no la conocieras… —bromeé entre rizas junto al hombre de mi vida.

Toma patada en el culo, Noelia

Miles de vaqueros, miles de camisetas, miles de sudaderas… pero ni una camisa de botones decente, y ni hablemos de americanas.

Rebusqué en mi armario como una loca hasta que di con la misma americana que me había puesto para la entrevista que me hizo mi actual jefa, unos tres años atrás, para entrar a trabajar de becaria en la sede que tenían en el sur de la Isla, cerca de donde vivía entonces.

Hacía una semana había venido el jefazo de la revista NyT, a nuestra pequeña oficina, para hablar con mi jefa. Después de reunirse con él, nos explicó que quería entrevistar a sus tres periodistas y entonces elegir a uno de ellos, para que se trasladara a Barcelona.

Y allí estaba yo, al borde de un ataque de histeria.

Me decanté por aquella americana, junto a una blusa celeste que hacía juego con mis ojos y una falda de tubo negra. Me subí a unos taconazos altos, más que nada para no parecer una niña pequeña que va a empezar el cole. Es lo que tiene medir un metro cincuenta y siete… que a veces hay que experimentar el vértigo para que te tomen en serio.

Me recogí la melena oscura larga en una coleta alta y me maquillé con tonos muy suaves.

Di un beso a mi padre, que me deseó suerte, y conduje rumbo a Santa Cruz, la capital de Tenerife, en mi Volkswagen Polo del 81, rojo.

Nada más subirme al coche, conecté el móvil al equipo de música del coche que me había regalado a mí misma un par de cumpleaños atrás y busqué una canción en concreto.

Y en mi coche empezó a sonar Ella, de Bebe. Si tuviera que elegir el himno de mi vida sería esa canción, sin dudarlo.

La canturreé como una niña que se estrena en un karaoke con su canción favorita.

Hoy vas a ser la mujer que te dé la gana de ser

Hoy te vas a querer como nadie te ha sabío querer

Hoy vas a mirar p’alante que p’atrás ya te dolió bastante

Una mujer valiente, una mujer sonriente, ¡mira cómo pasa!

Hoy no has sido la mujer perfecta que esperaban

Ha roto sin pudores las reglas marcadas

Hoy ha calzado tacones para hacer sonar sus pasos

Hoy sabe que su vida nunca más será un fracaso.

Llegué a la revista una hora más tarde. Me costó un infierno aparcar por la zona, así que acabé dejando el coche en el parking que hay junto al auditorio, donde la avenida marítima, y me puse a caminar, aun a riesgo de romperme un pie durante el camino. Al principio me lo tomé con calma; tenía tiempo. Pero dos manzanas después (en subida, todo sea dicho), miré el reloj y vi que me estaba tomando más tiempo del debido. Así que aceleré el paso.

Estuve tentada de bajarme de los rascacielos que llevaba por zapatos, pero recordé que llevaba medias y que no iba a ser una buena idea.

Llegué a la puerta del edificio, arrastrándome y al borde de la asfixia. Miré el reloj. Llegaba veinte minutos tarde con la tontería.

Nota mental: hacer algo más deporte, que estás p’al arrastre.

Le pregunté a la señorita de la recepción dónde estaba la planta del señor Núñez y me indicó que se encontraba en la décima planta.

Ni pude fijarme en la gran diferencia que había entre ese edificio y aquel en el que yo trabajaba. Definitivamente, nosotros aún estábamos en tercera división y ellos en primera. No había ninguna duda.

Presioné el botón del ascensor y la pantallita de arriba me indicó que estaba en la octava planta.

Joder, ¿se podía tener más mala suerte?

Mierda y más que mierda…

Me metí en el cuarto de las escaleras y allí sí que no lo dudé. Me descalcé y empecé a correr hacia arriba. Subí los escalones de dos en dos. Teniendo en cuenta mi torpeza sobrenatural, me extrañó muchísimo que no acabara contra el suelo y sin dientes.

Antes de salir por la puerta, me puse los tacones de nuevo, respiré hondo para recuperar aire y salí lo más segura de mí misma que pude.

Me acerqué a la secretaria que trabajaba concentrada junto a la puerta del «Señor Núñez».

—Buenos días, venía a una entrevista con el señor Núñez, desde la sede que hay en Los Cristianos.

—¿Su nombre es…?

—Noelia Miranda.

Tecleó mi nombre en su ordenador y me miró con el semblante neutro. Insípido, más bien.

—Su cita fue hace veinticinco minutos. Ahora el señor Núñez tiene más entrevistas.

—Lo sé, es que se me complicó el encontrar aparcamiento —puse cara de niña buena, a ver si colaba—. ¿No podría atenderme aunque sea fuera de cita?

—No, eso es imposible.

—Mire, conseguir este ascenso es la oportunidad de mi vida y no puedo perderla solo por haber llegado veinte minutos tarde… Por favor.

—Veinticinco minutos.

—Bueno, el tiempo que fuera —empezaba a exasperarme—. ¿Podría consultarlo con él? Seguro que entenderá mi situación…

—Es imposible. Otra vez será.

—Mire, sé que está haciendo su trabajo y lo está haciendo muy bien —intenté ser pelota, pero mi voz sonaba tensa y rabiosa—. Pero sea humana y pídale al señor Núñez que me conceda solo cinco minutos, por favor.

La secretaria levantó su mirada, la dirigió hacia la mía y, con el mismo semblante gris, me lo volvió a repetir, enfatizándolo aún más.

—Es imposible.

Justo en ese momento se abrió la puerta del despacho y salió de allí una jovencita que me sonaba de haber visto por el trabajo.

Así que aproveché y me colé dentro.

La secretaria intentó detenerme, pero cuando se adentró en el despacho agachó la mirada.

—Perdóneme señor, se me ha colado. Enseguida llamo a seguridad.

El señor Núñez me miraba serio desde su enorme silla, detrás de un precioso escritorio de roble. No sé por qué, me recordó mucho a El Padrino.

—Discúlpeme, señor. Mi cita fue hace casi media hora, porque no pude conseguir aparcamiento. Y… me preguntaba si podría concederme unos minutos, para mi entrevista. Ese ascenso es una oportunidad única y no por unos minutos…

—¿Cómo es su nombre, joven?

—Noelia Miranda Sanz.

—Noelia, llegas tarde. Igual en otro sitio eso no te lo tendrán en cuenta. Pero esto es NyT; somos profesionales, responsables y eficientes. Y si ni siquiera has llegado a tiempo para la entrevista, ya te digo yo que no me hace falta hacértela para saber que no sirves para ese ascenso. Ni para ese ascenso, ni para el puesto que ocupas ahora mismo. Así que ten consideración con los que sí han sido responsables y márchate para que puedan tener su entrevista. Y te aviso desde ya mismo: me encargaré personalmente de que dejes de pertenecer a esta revista.

Y tal cual, devolvió su vista a los papeles que tenía sobre la mesa, como si yo no estuviera.

Toma patada en culo, Noelia.

Me marché con la poca dignidad que me quedaba, esta vez por el ascensor.

Cuando salí del edificio llevaba dentro una mezcla de cabreo, decepción y tristeza, que era como poco explosiva.

Cogí el teléfono y marqué el número de Omar, mi mejor amigo. Contestó al tercer tono. Por su voz parecía que se acababa de despertar.

—Ya tiene que ser importante para que me hayas despertado… —bufó con voz de sueño.

—Me quiero morir… ¿Crees que es importante?

Lo oí reír bajito.

—Dame un segundo, que salgo al balcón —esperé sentada en un banco que había en el parque frente al edificio—. Ya estoy, cuéntame qué te pasa.

—No me digas que te has vuelto a liar con la tía del bar del otro día…

—No, esta es otra.

—Unos tanto y otros tan poco —me quejé por quejarme, no porque tuviera ganas de tener a alguien retozando en pelotas sobre mi cama. No, qué pereza…

—Ya te he ofrecido mi cama muchas veces, aún estás a tiempo de aceptar —bromeó.

—Quita, quita. No vaya a ser que pille algo…

No es que lo dijera en serio. Omar y yo éramos amigos desde hacía muchos años y detrás de nuestra amistad no se escondía ningún amor oculto, ni intención sexual, ni nada parecido.

—Venga, cuéntame el motivo de tus tentaciones suicidas —pidió.

—Ha sido un desastre, Omar…

—¿La entrevista?

—Sí. Llegué tarde, no me quisieron atender y cuando me colé en el despacho del jefe, me humilló exageradamente… Ya me puedo ir despidiendo de mi trabajo…

—Espera, espera… ¿Te colaste en el despacho? —una carcajada me inundó el oído— Para algunas cosas tan prudente y, para otras, tan desmedida…

—¿Qué iba a hacer sino, dejar pasar una oportunidad así solo por no haber conseguido aparcamiento?

—¿Sigues en Santa Cruz?

—Sí, ¿por qué?

—Me deshago de esta, te recojo, vemos una película y te hago algo rico de comer, ¿te apetece?

—Venga, pero no tardes.

—En cinco minutos estoy allí, mándame la ubicación. ¡Y no te mueras sin mí!

Le mandé la ubicación y me imaginé divertida cómo se desharía de la pobre chica que tenía desnuda, durmiendo en su cama.

Durante años intenté hacerle entrar en razón y que viera que no podía jugar con los sentimientos de las chicas así como así. Que debía ser más cuidadoso. Pero no hubo manera.

Formaba parte de él.

Al principio pensé que era un hijo de puta sin más, pero con el tiempo descubrí que era una mujer la que le hacía comportarse así. Una mujer inalcanzable de la que estaba perdidamente enamorado. Nunca me habló de ella. Y por mucho que intenté sonsacárselo, no soltó prenda. Era el tema tabú por excelencia.

Por un tiempo pensé que se trataba de Silvia, mi mejor amiga. Una pelirroja de ojos azules como el hielo y metro setenta de estatura. Hasta que se la tiró y al día siguiente ya no quería nada más con ella. De ahí el odio que ella le tiene ahora. Él hizo de una chica enamorada e inocente una mujer de piedra, con miedo al compromiso e incluso más cabrona que él.

Y no es que él tratara mal a las mujeres. No.

Simplemente ellas se enganchaban, a pesar de que él les ponía las cosas claras: tras el primer polvo se cansaba y perdía el interés. Y con toda la educación del mundo, les decía que no quería verlas más.

Lo que la mayor parte de los hombres piensa y no se atreve a decir, Omar lo soltaba por esa boquita que le ha dado Dios, sin ningún problema.

Nada de «podemos ser amigos». Él no quería más amigas. ¿Para qué? Conmigo tenía suficiente.

Sumido en la friendzone

Una vibración me despertó. Entreabrí los ojos y Gisella seguía a mi lado. Durmiendo boca abajo, desnuda. Era deseable, de eso no había ninguna duda. Pero ya no había nada nuevo.

Alargué mi mano hacia la mesilla. Cogí mi móvil. Vi que era Noelia. ¿Cómo no? Solo ella podía llamarme a esas horas de la mañana sin correr peligro de muerte.

«Me quiero morir… ¿crees que es importante?», fue lo primero que me dijo. Nos conocíamos demasiado bien como para empezar aquella conversación con un «Buenos días, ¿cómo estás?».

No tardé ni cinco segundos en querer verla.

No me entendáis mal. Simplemente… era Noelia, joder.

Mi mejor amiga. La chica que me quitaba el hipo de pequeño. La vecina a la que espiaba en mi adolescencia. Mi primer amor. Mi amor platónico. Y la mujer por la que seguía moviendo el mundo entero si hacía falta.

Cuando colgué, entré en el dormitorio y le di un toquecito a Gisella en el brazo. La observé durante unos segundos… y ya es que ni me ponía.

Soy un bicho raro, lo sé.

—¿Qué pasa? —me preguntó somnolienta y, por como llevaba su mano a mi entrepierna, yo diría que también mimosa.

—Me tengo que marchar, así que tienes que irte.

—¿Ya? Pensé que querrías repetir después de lo de anoche… —restregó su mano por mi paquete de una manera que me pareció un tanto grotesca.

La aparté con suavidad y le acerqué su ropa, que había dejado la noche anterior sobre la butaca.

—Va en serio. Tengo que irme y tú también.

—Podríamos echar otro antes y así empiezas con buen pie el día —volvió a restregarse, esta vez dejando a la vista sus enormes pechos.

—Gisella, ya te lo dije anoche, yo nunca repito. Así que venga, que tengo prisa.

—Pero… —intentó protestar, pero le quité la sábana de encima para meterle más prisa.

—Venga… —aceleré.

—Tienes mal despertar, ¿no te lo ha dicho nadie? —me preguntó ofendida, mientras se vestía, muy digna ella.

—No, porque no lo tengo. Es que me están esperando…

—Ya me marcho, tranquilo —recogió sus zapatos del suelo y se marchó de la habitación.

Desde luego, algún día tendré problemas serios con alguna… Eso está claro.

Me puse lo primero que pillé en el armario, cogí las llaves del coche y me marché. Obviamente, tras cerciorarme de que ella ya se había marchado.

Nunca se sabe cuándo vas a toparte con una loca y si encima eres como yo… la llevas clara.

Paré el coche y allí estaba ella.

Intentando disimular su locura, en ocasiones desmedida y en otras tan controlada, con una indumentaria seria que no le iba en absoluto. Subida a unos tacones que le quitaban un poco de dulzura, para compensarlo con algo más de sex-appeal del habitual. Aunque bastaba con alzar la mirada hasta su rostro para que la dulzura volviera a ser su principal atributo. Su pelo castaño brillaba y sus ojos azules me miraban, achinados por la luz del sol.

En el coche sonaba Tu amor me hace bien, de Marc Anthony. Noelia me sonrío, espléndida.

Hacía años le había dado por apuntarse a salsa y, como no tenía con quien ir, no tuve escapatoria. Según salimos de la clase aquel día, nos apuntamos también a bachata. Y ya no había nada que nos hiciera disfrutar más juntos que bailar.

—Tengo un día de perros, anímame por favor —me pidió cruzando sus preciosas piernas y quitándose la americana con desgana.

—Las discotecas están cerradas, así que solo se me ocurre una forma…

Me miró con ojitos de cordero degollado a la espera de que continuara. Pero su gesto cambió al reparar en lo que le iba a decir.

—Si vas a soltar alguna guarrería, ahórratela. No estoy para bromas…

—Anda, cascarrabias, dame un beso.

Se acercó y acarició mi mejilla con sus labios esponjosos en un dulce beso. Hubo un amago de sonrisa, pero no llegó a completarla.

Sí que estaba de mal humor…

Se pasó todo el camino callada, sumida en sus pensamientos. En sus «me van a despedir del trabajo», «me han humillado», «ya no se me presentará una oportunidad igual en mi vida», etc., etc., etc. Si es que la veía venir.

Porque eso es algo que me encantaba de ella: tan transparente como el océano de Tenerife.

Soy consciente de lo moñas que puedo llegar a sonar. Pero esa era la historia de mi vida. Sumido en la friendzone. Me tiraba a todo chichi andante, como diría ella, pero a la hora de la verdad solo una mujer me quitaba el hipo. Y, por suerte o por desgracia, esa era mi mejor amiga.

Obviamente, esto ella no lo sabía.

Yo tenía más que claro lo que ella sentía por mí, no había más que ver la carita de asco que ponía con cada broma subida de tono que le hacía. Pero bueno, yo iba probando, hasta que viera que esa carita ya no asomaba. Ese día sería mi día de suerte.

Llegamos a mi piso unos diez minutos más tarde. Aparqué en el parking del edificio y subimos en ascensor. Ambos en silencio.

Durante toda mi vida viví en el sur de la isla, en la finca de al lado de la de Noelia. Pero había conseguido trabajo allí, en una de las mejores editoriales de Canarias, así que no me había podido negar y no me quedó otra que adentrarme en la civilización. Aun así, cada fin de semana que podía, bajaba al sur y me quedaba en casa de mis padres. Aislándome de todos, menos de Noelia.

De ella no me aislaría ni aunque quisiera.

Cuando entramos en mi piso, ella se descalzó, dejó sus cosas en el mueble de la entrada y se dejó caer sobre el sofá.

Solo le faltó un «puta vida» para completar la imagen tan deprimente que daba.

—¿Comemos y película, o película y comemos?

—Tengo hambre… —murmuró y una pequeña sonrisa iluminó la estancia— ¿Qué me vas a hacer? —preguntó apoyando los brazos en el respaldo del sofá y la cabeza sobre estos. Parecía una niña pequeña.

—Se me ocurren muchas cosas para hacerte —apoyé las manos en el mismo respaldo y la miré desde arriba, con una sonrisa de lado—. Pero de comer ninguna —bromeé.

—¿Me haces unos espaguetis de esos que te salen tan ricos? —me preguntó omitiendo mi broma.

—¡Marchando!

Me di la vuelta y me adentré en mi pequeña cocina americana para empezar a hacerle la comida a la señorita.

—¿Me dejas una camiseta? Tengo las tetas tan estrujadas con esta camisa que me cuesta respirar.

Como para no fijarse en la tela tirante y de ese color celeste que cubría sus pechos y que, además, hacía juego con sus ojos…

—Claro, ya sabes dónde están.

Fue hasta el dormitorio, abrió mi armario y, con la puerta abierta, empezó a desnudarse.

Pensé que me daba algo…

No es que no fuera algo normal en ella. Si no fuera porque había sido testigo de cómo solía ligar, pensaría que se creía que era gay.

Su falda de tubo se deslizó por sus piernas, que parecían ser el camino hacia el mismísimo paraíso. Se quedó con un culotte rosado semitransparente y la camisa de botones por encima. Se la desbotonó despacio, como si realmente supiera que me torturaba con cada movimiento. La dejó caer por sus brazos, dejando a la vista un sujetador del mismo rosa palo que el culotte, pero para mi desgracia, no tan transparente. Sentí un latigazo en mi entrepierna. Desdobló mi camiseta con una calma desbordante. Tras ponérsela, llevó sus manos hasta su coleta tirante y la deshizo, dejando caer su melena oscura y lisa, como si esta la acariciara al bajar.

Ella tan segura de sí misma. Tan natural. Tan espontánea… que no había deparado en mi presencia, ni en mi mirada incesante.

Salió del dormitorio y yo llevé la mirada a la verdura que me disponía a cortar antes de todo este espectáculo.

Llegó hasta mí y se subió a la encimera, como pudo, para quedarse mirándome mientras cocinaba. Era algo habitual. Yo intenté disimular el bulto de mis pantalones poniéndome un delantal que me tenía mi madre allí guardado.

¡Por fin me había sido útil para algo!

—¿Qué chica era esta vez? —me preguntó, sentada allí como una diosa en su trono.

—La conocí ayer en un bar —no quise darle más explicaciones.

—¿Sales de fiesta un martes? —me preguntó extrañada.

—Salí con los chicos. Ya sabes cómo son. Y como hoy libro, pues aproveché.

—¿Cómo se llama?

—Gisella.

—¿Qué es lo que le falta a esta para que no quieras repetir? —frunció el ceño, pero lucía una bonita sonrisa— ¿Tetas pequeñas?

—No. La verdad es que estaba bastante bien equipada —sonreí mientras echaba la verdura cortada a la sartén para hacer el sofrito y ella ponía cara de asco—. No es que no quiera repetir porque les falte algo. No las estoy entrevistando, solo me las tiro.

—Algo tiene que ser lo que te haga perder el interés…

—Ya las he catado, ¿por qué conformarme con una si puedo seguir conociendo a chicas nuevas?

—¡Eso es horrible! ¿Qué piensas hacer cuando te enamores?

Me acerqué a ella y, apoyando las manos sobre la encimera, rodeándola, me acerqué algo más de la cuenta. Ella me miró extrañada.

—Pequeña, cuando me enamore sé que no habrá otra mujer que me llene. Sé que aun follando con la misma mujer todos los días, seguiré queriendo más de ella y no de otras. Porque sé que cuando lo haga con la mujer de mi vida, no habrá otra mujer que consiga ponérmela dura.

Mi respiración se aceleró y juro que tuve que agarrarme con fuerza a la encimera para no besarla. Joder…

Si es que sabía perfectamente de lo que hablaba. Ella era la mujer de mi vida y por eso ninguna me llenaba…

Miré sus labios, pero ella seguía con la vista puesta en mis ojos, como queriendo descifrar mis pensamientos.

—De verdad, chico, a veces te pones de un intenso que no hay quien te aguante —bromeó dándome un empujoncito en el pecho para que me separara.

No hay más ciego que el que no quiere ver, dicen…

—Pues tampoco te entiendo… —comentó, como si pensara en voz alta— El sexo con alguien a quien ni conoces no debe de ser lo mismo… no sé… ¿no es frío?

—¿Nunca te has tirado a alguien a quien acababas de conocer? —pregunté sorprendido, sin estar seguro de querer saber la respuesta o no.

—Pues no —dijo muy digna—. Después de Cristian me acosté con un chico, pero era del trabajo, así que lo conocía.

Ironías de la vida, Cristian había sido mi mejor amigo. Les presenté un día y el cabrón la cautivó enseguida. Estuvieron como seis años juntos. Hasta que un día ella lo pilló con otra en la cama del piso que acababan de alquilar juntos. Desde aquel día, ni Cristian era su novio, ni era mi amigo.

—¿Y con el chico del trabajo no te lo pasaste bien?

Masoquista de mierda…

—Buah… —dijo con desgana— Era un desastre, insípido y soso… Le costó hasta encontrar el agujero… ¡no te digo más!

Eso me hizo sonreír.

—Ay… al final voy a tener razón con que te hace falta un buen polvo —bromeé y, para mi sorpresa, ella asintió en vez de arrearme.

—Lo que me hace falta es un buen macho —puso cara de tía dura y luego sonrió—. Qué va, ¡lo que me faltaba ahora!... Aguantar las feromonas de un tío salido.

—A saber con qué clase de tíos has estado tú…

Ay, pequeña, pequeña…

Vimos Soy leyenda por vigesimosexta vez creo, porque a ella le encantaba la película y Will Smith, obviamente. Cómo no… comimos y ella se quedó frita en mi regazo.

Puta tortura…

Puto gilipollas…