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PETER DE VRIES

LA SANGRE

DEL CORDERO

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS

DE ALEX GIBERT Y MIREIA PIÑAS

 

 

 

 

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Mi padre no fue un inmigrante en el sentido habitual del término, pues no emigró de Holanda a propósito, por así decirlo. Salió en barco de Róterdam sin más intención que la de visitar a unos parientes y amigos holandeses que sí habían decidido establecerse en Estados Unidos, pero durante la travesía sufrió unos mareos tan espantosos que no quiso ni plantearse la posibilidad de regresar. Pasó una semana en un camarote de tercera mientras la peor tormenta atlántica registrada en muchos años lo zarandeaba de un lado a otro hasta tirarlo de la cama. Su única y displicente compañía en cubierta la formaban otros rostros verdosos y quemados por el sol. A los italianos les olía el aliento a ajo; a los alemanes, a vino y cerveza. Cuando por fin desembarcaron, mi padre cayó de rodillas y besó el suelo americano, pero tan sólo porque se trataba de tierra firme. Enfrentarse de nuevo a aquella travesía le resultaba sencillamente impensable, así que canceló su pasaje de regreso y mandó fletar todas sus pertenencias desde Holanda. Fue así como Ben Wanderhope pasó a formar parte de la sólida reserva de inmigrantes del Viejo Mundo de la que ha surgido Estados Unidos.

Desde el punto de vista intelectual, mi padre era un «navegante» mucho más intrépido, y su espíritu inquieto e inquisitivo no tardó en conducirle a aguas que la Iglesia Calvinista Reformada Holandesa de Chicago, que le había dado cobijo, identificaba con los mares de la Duda.

—Fíjate en la historia del frasco de perfume de alabastro, por ejemplo —recuerdo que le dijo una noche al tío Hans, un clérigo de Iowa que había venido de visita aquel verano en busca de unas vacaciones que acabaron pareciéndose muchísimo al trabajo.

El tío Hans apretó los dientes. Habría preferido usarlos para mordisquear un buen puro mientras daba una vuelta y entretenía a los niños del barrio moviendo las orejas a la vez o por separado, una técnica en la que había alcanzado verdadero virtuosismo. Los errores de aquel creyente le parecían, además, especialmente mortificantes, pues eran fruto de una lectura reiterada y atenta de las Escrituras: la clase de lectura que las propias Escrituras recomiendan a los fieles.

—Un evangelio dice que fue en casa de un fariseo de Naín —prosiguió mi padre— donde «una mujer de la ciudad, que era pecadora» le ungió a Jesús los pies con perfume. Otro sitúa la escena en Betania, en casa de Simón el leproso, y afirma que la mujer le roció de perfume la cabeza. Juan dice que la mujer era María y que a la mesa se sentaba Lázaro, nada menos: un detalle que, de ser cierto, resulta extraño que los otros evangelistas no mencionen. Un evangelio dice que aquel despilfarro indignó a Judas Iscariote, mientras que otro dice que los indignados fueron todos los discípulos. ¿En qué quedamos? Si la Biblia es infalible, ¿cómo es posible que se contradiga de esta manera?

—Tu problema, Ben, es… ¿cómo te diría? —mi tío hizo una pausa, bastante típica en él, para buscar las palabras adecuadas y al cabo respondió con una precisión también bastante típica— … que cuelas el mosquito y te tragas el camello.

—¡Así se habla! —gritó mi hermano desde el cuarto adyacente, donde se estaba acicalando para acudir a una cita; Louie, que tenía diecinueve años, había perdido la fe mientras cursaba sus estudios de medicina en la Universidad de Chicago—. Qué labia, tío Hans.

Por entonces yo tenía doce años y no distinguía del todo la ironía, pero ahora puedo imaginarme con absoluta claridad a Louie sonriéndole burlonamente al espejo de la cómoda mientras se anudaba la corbata.

También puedo ver a mi padre con absoluta claridad bebiendo su whisky de contrabando, el rostro desfigurado por una oleada de muecas: frunciendo y encogiendo los labios, moviendo arriba y abajo, e incluso a derecha e izquierda, dos cejas tupidas y tan independientes como las orejas de mi tío. Lo extraño —y puede que hasta siniestro— acerca de aquel constante ajetreo facial es que jamás guardaba la menor relación con lo que se le decía ni con lo que él pudiera estar diciendo, sino que parecía responder a lo que pensaba secretamente. Sus facciones eran las de un hombre que hablaba consigo mismo, cosa que ciertamente hacía, incluso en plena conversación.

Los vecinos que habían venido a presentar sus respetos al dominee 1 que se alojaba en casa decidieron quedarse para presenciar cómo suministraba los primeros auxilios teológicos y para compadecer al hombre que los necesitaba. Por su parte, mi padre disfrutaba de la compasión ajena: ver que la gente le tenía lástima o se preocupaba por él le procuraba un placer casi voluptuoso. Los creyentes miraban sobrecogidos a aquel escéptico mientras sorbían sus tazas de café, aceptadas con prudencia en lugar de otras bebidas más fuertes que, por si acaso, se ofrecían de un modo orientado a garantizar su rechazo: «¿No quieres un lingotazo, verdad, Jake? Claro que no. ¿Y tú, Hermann? No, por supuesto». Cada vez que me topo con una de esas estampas familiares de escritores que se enorgullecen sin disimulo de su pintoresco pasado, sonrío para mis adentros y recuerdo a mi padre haciendo gárgaras de bourbon en los meses de invierno en vez de comprar jarabe para la garganta, o recortando con unas tijeras el extremo chamuscado de los puros para convertirlos en tabaco de mascar, o lubricando los goznes de las puertas con el aceite sobrante de las latas de sardinas: así de mezquino era.

—Nuestro deber —dijo mi tío— es cerrar los oídos a las insidias del demonio…

—Lo que te he dicho se me ha ocurrido a mí, no al demonio.

—… que tienta al espíritu, och ja!, tal como tienta a la carne. Nuestro deber es imitar a Cristo, que nos recuerda que Dios esconde la verdad… —aquí mi tío se dio la vuelta en su silla para dirigir aquel dardo hacia la puerta tras la que mi hermano se arreglaba— … «de los sabios y los entendidos», y se la revela a los niños.

—¡Así se habla! —lo jaleó mi hermano con retintín.

—¿Y yo qué puedo hacer? —dijo mi padre, contrariado por la deriva del centro de atención—. ¿Qué puedo hacer, sumido como estoy en las dudas y la confusión? Lo que dices está muy bien, Hans, pero lo que yo trato de explicarte es que basta un error en la Biblia para echar por tierra la doctrina entera de la infalibilidad. Es todo o nada.

—Pues créelo todo —dijo mi tío—. Hay que aniquilar el orgullo humano, del que forma parte la razón, y aceptar la salvación como se acepta un misterio. Porque aquel que quiera salvar su vida la perderá y aquel que la pierda por causa de Jesús la hallará, como dije el domingo pasado.

—¿Y qué me dices del nacimiento virginal, que está en el mismo capítulo donde nos cuentan que Cristo es del linaje de José? ¿En qué quedamos?

—Ese rollo del nacimiento virginal debieron de añadirlo más tarde, cuando la Iglesia se lo sacó de la manga —dijo Louie uniéndose al corrillo.

Un grito ahogado recorrió la mesa de la cocina, a la que se sentaba ya una pequeña congregación. Los hombres, todos de traje negro, se quedaron tiesos y las mujeres sacudieron la cabeza, viendo que lo que había comenzado como una herejía se hundía en las tinieblas de la blasfemia. Bajo un mismo techo vivían dos candidatos a afgescheidenen,2 un término tan funesto y aterrador como lo sería «purga» para los ciudadanos de cierto régimen absolutista aún por llegar. Mi madre servía el café con manos temblorosas; mi abuela, que por entonces vivía con nosotros y estaba casi ciega, utilizaba el recogedor de migas para «limpiar» las quemaduras de cigarro del mantel de hule; mi abuelo salió al porche y comenzó a rascarse de un modo que, según se decía en el barrio, depreciaba el valor de los bienes raíces. Mi tío sacudió un dedo admonitorio ante la cara de Louie.

—Rezaré por ti.

—Tú reza, reza —dijo Louie, cuyos modales callejeros apenas habían comenzado a refinarse en su nuevo entorno universitario.

—Menuda facultad has ido a escoger, si ésas son las cosas que te enseñan.

—¿Y papá? ¿Crees que ha sacado esas ideas de la universidad? Los dos sabemos leer, eso es todo. Y te voy a decir una cosa: no es preciso creer que la Biblia es infalible para sacarle provecho. Es más, habría que aparcar todo ese geklets 3 para empezar a apreciarla como la gran obra literaria que realmente es.

El comentario provocó un murmullo de singular consternación. La idea de la Biblia como obra literaria era una de las herejías que el clero llevaba años tratando de expurgar. El doctor Berkenbosch, que acababa de llegar para ver a mi abuela, se quedó pegado a la puerta de la cocina con los ojos cerrados y probablemente vueltos al cielo bajo los párpados, deseando no haber venido.

—Ahora dirá que tu palabra es poesía, Señor —dijo mi tío—. O que está escrita con mucho arte. Perdónalo, Señor, te lo ruego de antemano.

—El Libro de Job es la más grande obra dramática salida de la pluma de un hombre. Teatro del bueno. Mejor que Esquilo, para mi gusto.

—Oremos todos, ¿os parece? Postrémonos ante Dios y tratemos de salvar esta tea de la quema.

Los oyentes estaban demasiado afligidos para moverse de sus sillas, en las que permanecieron más tiesos que nunca, como si hubieran recibido una descarga eléctrica en el costillar. Por la mesa se fueron propagando los lamentos y los movimientos de cabeza en señal de reproche.

—Que es una gran obra dramática, dice. Puro teatro… ¡La palabra de Dios! Hemelse Vader.4

Yo no sé si hay o no teatro en Job, pero en nuestra cocina no faltó aquella noche. Por encima del coro griego de lamentaciones holandesas se podía oír a mi hermano exclamando indignado:

—¡Son vuestras ridículas teologías las que han hecho de la religión un imposible, arruinando la vida de la gente de tal manera que ya no se la puede llamar vida! ¡Mira a mamá! ¡Mira a papá!

Mirémoslos, sí. Mi madre pasaba un trapo por la mesa con una mano y se enjugaba las lágrimas con la otra. Mi padre, los codos apoyados sobre la mesa, se cogía la cabeza con ambas manos como si intentara desatascarla de una claraboya o de un tornillo de banco en el que se hubiera quedado encajada.

Mi tío acercó su rostro al de Louie y le dijo:

—¡Estás hablando con un siervo de Dios!

—¡Y tú con alguien que no ha dejado que se le pudra el cerebro que Dios le dio, ni piensa permitirlo!

En los hogares donde no hay verdadera afición a la polémica la escena podría parecer absolutamente inverosímil, pero en el nuestro era bastante común. Ahora que ya no me asaltan las dudas, y en cambio me torturan las certezas, puedo mirar atrás con una perspectiva de la que carecía por completo en aquellos tiempos, porque entonces me castañeteaban los dientes. Nosotros éramos el pueblo elegido (más aún que los judíos, que habían «rechazado la piedra angular») y nuestro concepto calvinista de la elección incondicional se veía reforzado por el de la supremacía holandesa. De escuchar a mi madre, uno habría creído que Jesús era neerlandés, lo cual no impedía que entre nuestros héroes hubiera hombres de distintos credos y orígenes. Muchos años después del juicio de Scopes seguíamos lamentando la derrota de William Jennings Bryan,5 y aquella noche no hubo que esperar mucho para que saliera a relucir el asunto de la evolución.

—¿Y qué me dices de la causa primera? —dijo mi tío—. ¿De dónde ha salido el mundo, si no es obra de Dios?

—¿Y qué me dices tú de los órganos vestigiales? —replicó mi hermano—. Si tú puedes menear las orejas mejor que nadie es porque los músculos de otros tiempos no se te han atrofiado tanto como a los demás. Y también te quedan unos cuantos para mover la cola, amigo, te lo digo yo. Por no hablar de otros cientos de vestigios de tiempos pasados, como las muelas del juicio o el vello corporal, que ya no nos sirve de nada pero que, cuando aún íbamos a cuatro patas, nos ayudaba a retener el calor.

—¡Postrémonos!

—Por ese estadio ya hemos pasado, te digo.

—¿Y por qué no tengo cola, explícame, si aún conservo los músculos para menearla?

—La tuviste, no lo dudes. Si los órganos vestigiales no te convencen, siempre podemos recurrir al embrión: la ontogenia recapitula la filogenia, ¿sabes lo que eso quiere decir?

—A mí no vas a impresionarme con tus palabrejas rimbombantes —dijo mi tío, que tanto gustaba de esgrimir sus preordinaciones e infralapsarianismos.

—Quiere decir que el individuo, desde el instante en que es concebido, reproduce a pequeña escala la historia entera de la evolución de la especie. —Louie se volvió hacia mi tía, que estaba oportunamente embarazada—. A ver, ¿de cuánto está la tía Wilhelmina?

—¿Por qué no cierras la boca?

—¿De siete meses? Pues los resquicios de las branquias que tenía su hijo a los dos meses, una reliquia de nuestro pasado marino, ya se habrán cerrado. Se habrá desarrollado ya el aparato respiratorio de los animales terrestres, amigos. El notocordio se habrá convertido en la columna vertebral. Tu hijo tiene los pies enroscados, cielo, son como manos, capaces de aferrarse a las ramas. La cola que ha tenido durante todos estos meses se habrá atrofiado del todo cuando nazca, aunque no falta el mamífero humano que nace con ella. Podrás decir lo que quieras, pero la verdad es que tú y Bryan y Billy Sunday6 no sois más que museos andantes de lo que os empeñáis en negar, mientras que la tía Wilhelmina lleva en su seno un resumen de toda nuestra historia. Tu hijo está a punto de bajar de los árboles, tía.

Mi tío se volvió hacia ella. Por un momento pareció que iba a dirigir sus protestas contra su mujer: la miraba con otros ojos, como si la creyera capaz de traicionar los principios más sagrados y poner en peligro su modo de ganarse la vida paseándose por ahí con un compendio de la selección natural en la barriga.

Louie no cejaba en su empeño.

—Y hay atavismos aún más dramáticos, como los labios leporinos, que les debemos a nuestros ancestros pisciformes, con esa deformación de las fosas nasales, o los niños con cara de perro que se exhiben en las barracas de feria…

El alarido de mi tía propició un cambio abrupto en el rumbo que había tomado la conversación. «Wat scheelt u?»7, exclamó, saliendo precipitadamente de la cocina. «¡Cómo se te ocurre hablarle así a una mujer encinta!», clamó el coro de mujeres. La camarilla de señoras la siguió hasta el salón, pero poco pudieron hacer por calmar su histeria, pues compartían las mismas supersticiones rurales que la motivaban y no era la única que se encontraba en estado interesante.

La casa se convirtió en un pandemónium. La gente iba y venía sin norte de la cocina al salón, presa del pánico. Un tumulto de manos aliviaba a mi tía jadeante, aflojándole las ropas para que pudiera respirar, o retorciéndose y poniendo el contrapunto a aquella melodía de suspiros, ojos en blanco y chasquidos de reprobación. El doctor Berkenbosch agarró su maletín y se fue volando al salón, cerrando la puerta después de empujar hacia el pasillo a todos los hombres y algunas de las mujeres, como un empleado del metro. Mi tío se volvió hacia Louie.

—¡Me dejas de piedra! Con toda tu presunta educación y no se te ocurre nada mejor que hablar así en presencia de una mujer en estado. ¿Eso te enseñan en la universidad? ¿Cómo traer al mundo niños con cara de perro y ese tipo de aberraciones?

—Pero si la gente ya no cree en todos esos cuentos de vieja sobre niños estigmatizados . —El coro femenino que bullía al otro lado de la puerta desmentía la hipótesis—. No son más que supersticiones tontas y hemos de ayudar a las mujeres a librarse de ellas: ya se ha descartado la influencia prenatal.

—¡Ah! ¡Así que se ha descartado…! —dijo mi tío, escandalizado—. ¿Y sobre qué has estado perorando? Paladares hendidos, orejas de burro, colas… Ahí está todo, como acabas de decir, esperando a que una palabra inopinada o una influencia maligna lo saque a relucir. Está todo ahí, dice la ciencia. La tía Wilhelmina podría engendrar cualquier clase de monstruo imaginable. Lleva dentro todos los monstruos habidos y por haber, por lo que dices.

—No he dicho eso. Lo que yo digo es que cualquiera de nosotros es un museo evolutivo andante y que no veo cómo podrías explicar esa realidad si hay que tomar el Génesis al pie de la letra y Dios creó al hombre un sábado y los seres humanos fuimos siempre criaturas terrestres. En fin, ¿qué clase de Dios crearía a un bípedo implume para luego dotarlo de toda clase de reliquias de un pasado marino, reptante y cuadrúpedo que nunca fue el suyo? ¿Eso cómo se explica? Te lo pregunto en serio, por pura curiosidad.

Mi tío agitó un cigarro apagado ante la cara de mi hermano en señal de advertencia.

—¡Como me nazca un albino…!

La puerta se abrió de golpe y el doctor Berkenbosch entró apresuradamente. Se había quitado la chaqueta y remangado la camisa.

—Agua, tráiganme un poco de agua —dijo, y corrió de vuelta al salón.

Alguien agarró una tetera y la llenó de agua en el fregadero mientras otro prendía un fósforo para encender el fogón. Ambos pertenecían a la facción más liberal o progresista de la Iglesia: gente que iba al cine pese a que esa forma de entretenimiento estaba proscrita.

—Va a tenerlo aquí mismo: han terminado por provocarle el parto —dijo uno.

Despejaron la mesa de la cocina y alguien se quitó la camisa y la hizo jirones para disponer de vendajes.

—No, no, un vaso de agua —dijo el doctor Berkenbosch, que había regresado— para que se trague el sedante.

Le dieron un vaso a rebosar y él trotó de vuelta al salón llevándolo en la mano.

Por la puerta, que había dejado abierta, pudimos ver a mi tía, sentada en una silla, tragar la pastilla mientras el estetoscopio del doctor Berkenbosch recorría las blancas nubes de su pecho. Sus acompañantes, casi todas tan gordas como ella, parecían un coro de sacerdotisas en torno a una Madre Tierra descascarada hasta la cintura. Le tendían pañuelos empapados en colonia cuyas vaharadas llegaban hasta el pasillo, donde nos agolpábamos los demás estirando el cuello. Al final, el médico se quitó el estetoscopio y anunció que ni «lo iba a tener allí mismo» ni precisaría de mayores cuidados, siempre y cuando dejáramos de meter las narices y nuestros remedios antagónicos —como el agua de colonia, en dura pugna con los tranquilizantes— no arruinaran los suyos. De las mujeres brotaba un rumor constante que no era susurro ni lamentación, sino ambas cosas. Mi madre, en un segundo plano, se golpeaba suavemente las sienes. Un vecino adicto a abrir la Biblia al azar para buscar consejo en momentos difíciles cogió la nuestra de la librería y leyó en alto en medio del barullo: «Moab es la vasija en que me lavo; sobre Edom arrojaré mi calzado», lo que no contribuyó en modo alguno al orden, que sólo se restableció cuando el médico volvió a ejercer de empleado del metro para empujarnos a todos, hombres y mujeres, hacia la cocina. Entonces mi padre alzó la voz pidiendo que volviéramos sobre la materia de la que tan aparatosamente nos habíamos desviado.

—¿Qué hay de mí y de mi condenación eterna, eh? ¿Qué hay de mis dudas sobre la Biblia, och ja, sobre la Biblia entera, no sólo sobre el Génesis? Yo digo que el infierno no existe. ¿Crees que eso me condena a arder en sus llamas? ¿Comprendes la gravedad, la urgencia del problema?

Pero a esas alturas mi tío tenía cosas más importantes que hacer: esperaba impaciente a que el doctor Berkenbosch regresara del dormitorio principal, donde estaba atendiendo a la persona a quien había venido a ver realmente, mi abuela, a la que, con tanto jaleo, habían tenido que obligar a acostarse. Cuando el médico apareció por fin, su cara era un poema: sabía lo que se le venía encima y lo temía de veras. Detestaba erigirse en arbitro de esta clase de pugnas entre la fe y la razón. Al fin y al cabo, si había logrado mantener su consulta en aquella comunidad era gracias a sus lazos con la Iglesia y no a sus competencias médicas.

—Doctor Berkenbosch —lo interpeló mi tío de inmediato—, usted que tiene estudios de medicina, ¿cree que hay algo de verdad en lo que Louie acaba de contarnos?

—Bueeeno…

Cabizbajo, sonriente y sin dejar de frotarse la nariz, el doctor se puso a hablar de los embriones que guardaban en frascos en el viejo laboratorio de biología, de los especímenes de ranas flotando en formol y los tubos de ensayo llenos de ácido cuyos olores se mezclaban en una esencia acre que aún podía oler y que suscitaba en él más lágrimas de nostalgia por sus días universitarios que las corales cantando a pleno pulmón o los muros cubiertos de hiedra. Evocó a algunos de sus profesores, las bromas que les gastaban, lo bien que se lo pasaban en aquellos tiempos perdidos para siempre que, sin embargo, aún vivían en su memoria. Después miró el reloj y añadió:

—Válgame Dios, esta noche tengo otra visita. Otra mujer en estado. Bueno, adiós a todos.

Cogió su maletín y huyó despavorido.

Yo me fui con él. Me llevaba muy bien con el doctor, que siempre me dejaba subir a su viejo Reo para acompañarle en su ronda de visitas domésticas. Aquella noche, después de tanto alboroto entre adultos, no podía estar más agradecido de tener a un niño a su lado. Aunque yo, excitado como estaba por lo que acababa de ver y oír, no tenía la menor intención de concederle su ansiado respiro.

—¿Es verdad eso que decían? —pregunté mientras el coche traqueteaba calle abajo—. ¿Que somos todos esos animales antes de nacer?

El doctor lanzó una mirada apresurada por encima del hombro, preparándose para doblar la esquina.

—No te preocupes, la verdad acabará por salir a la luz gracias a la ciencia médica. ¡Si vieras los progresos que hemos hecho! A veces nos cuesta un poco y nos hace falta más instrumental, esto y lo otro, pero hay pocos problemas que se nos resistan.

—Y las agallas, las colas y eso ¿qué?

El doctor me tranquilizó. Me dijo que era mucho lo que se podía hacer, hasta en los casos más difíciles; que, por más deforme o incompleto que estuviera un feto, con el tiempo, la alimentación y los cuidados prenatales adecuados, al cabo de nueve meses, que eran la única exigencia de la ciencia médica, ésta se encargaría de darle a cada madre un hijo perfectamente sano.

—A eso se le llama embarazo a término —me explicó—, y no te imaginas los progresos que estamos haciendo para conseguir que todos sean así. El bebé de la mujer que voy a ver esta noche, y te lo cuento sólo porque sé que me guardarás el secreto, no se ha colocado en la posición correcta en el vientre de su madre. —Detuvo el coche frente a una casa de ladrillo de una sola planta—. A eso se le llama un parto de nalgas.

—¿Y qué va a hacer?

—Decírselo.

—¿Cree que estas cosas les pasan por haber caído? —le pregunté, apelando a otro de los clichés que los niños como yo recibíamos como quien recibe un carcaj lleno de flechas para enfrentarse a una vida maldita por el pecado.

El doctor se quedó un momento con la mano posada en la manija de la puerta antes de apearse.

—Pues es curioso que me lo preguntes: hace poco tuve a una paciente que se cayó por la escalera y rodó dos tramos enteros, y aun así el bebé le salió perfecto.

—¿Y cuánto tiempo faltaba para el parto cuando se cayó?

—Diez meses, puede que un año. Pero la caída no interfirió en absoluto con la concepción, y el niño que puse en sus brazos, como suelo decir, era una criatura perfecta en todos los sentidos.

—¿Y cómo pudo caerse por dos tramos de escalera?

—Pues fue uno de esos milagros de la medicina. Rodó por un tramo y, al llegar al rellano, giró hacia la izquierda, con lo que consiguió seguir rodando por el segundo hasta la planta baja, sí señor. Se quedó tirada en el vestíbulo hasta que por fin pudo levantarse y al cabo se marchó de ahí sin haberse roto ningún hueso ni sufrir daño orgánico alguno. Fue uno de los sucesos más notables a los que he podido asistir en el ejercicio de mi profesión.

—¿Aceptaría a un paciente con branquias y cola… que fuera una prueba de la evolución?

—En la consulta de un médico hay sitio para todo el mundo, hasta para los que no pueden pagar —agregó por mentar una monstruosidad aún mayor.

Sentado a solas en el coche, mientras el doctor llevaba a cabo su visita, cavilé sobre lo que había oído aquella noche: sobre la fe en los misterios, amenazada por misterios igual de grandes, cuando no mayores, y sobre la sustitución del milagro por una verdad científica tan digna de reverencia como aquél. Pensé que por fin comprendía la indefensión de los recién nacidos: eran criaturas débiles, pero no porque fueran bebés o seres diminutos, sino porque acababan de recapitular millones de años de evolución. ¡Aquello podía dejar fuera de combate a cualquiera!

Con aquellos misterios ya más o menos asentados —o al menos pospuestos— en mi cabeza, me pasé el trayecto de regreso preguntándole al doctor sobre mi padre, hombre dado al recital operístico de unas dolencias tan desconcertantes como los fenómenos que le gustaba discutir.

—Las dolencias internas de tu padre no dejan de ser corrientes en un hombre con las entrañas podridas —dijo el doctor—. Su estómago no es el más saludable del mundo, por ejemplo, pero aún no podemos inferir que lo tenga ulcerrado. Aunque está claro que tiene muchos números de ulcerrarse y haría bien en mantener el licor a raya. Te agradecería que se lo recordaras. El alcohol provoca trastornos digestivos y genera un exceso de jugos gástricos que van perforando las paredes del estómago, sobre todo en el punto donde se vacía en la plétora…

Huelga decir que los conocimientos del doctor Berkenbosch eran rudimentarios, por no decir otra cosa. Aunque la jerga que empleaba podía achacarse en parte a su raigambre en una comunidad donde la pronunciación era, en el mejor de los casos, coloquial y flexible —en mi barrio todos decíamos «úlcerra» y «arturitis»—, también se debía, con toda seguridad, a una formación desastrosa. Había estudiado en una de las peores facultades de medicina del país en una época en que casi todas eran una vergüenza. Hasta la reforma del sistema universitario, en 1910, había muchas facultades de medicina no homologadas. Fue en una de estas universidades del sur donde el doctor consiguió su licenciatura antes de aterrizar en el mundo laboral. Y aunque la ciencia médica hubiera dado desde entonces pasos de gigante, Berkenbosch no dejaba de frenar o apretar los suyos por la calle para evitar a cualquier posible beneficiario de sus servicios. A una tía mía le inmovilizó una pierna rota con una escayola demasiado corta y la pobre mujer tuvo que usar un bastón el resto de su vida, que fue bastante larga gracias a que decidió cambiar de médico de cabecera. No obstante, la metedura de pata del doctor —¡valga la expresión!— la dejó fría y no suscitó en ella rencor alguno: la asumió, a la manera de los campesinos, como una porción de la desgracia que le había tocado en suerte. A mí me dio un vuelco el corazón años más tarde, cuando me enteré de que yo había venido al mundo en aquella casa de forma inesperada, con el doctor Berkenbosch oficiando de partero en condiciones probablemente muy similares a las presagiadas por los aficionados al cine que tan prontos estaban para hervir agua e improvisar apósitos con la tela de sus camisas.

Al llegar a casa encontré a las mujeres sentadas en el salón. Se habían acomodado en un corro cloqueante alrededor de mi tía, que pasaba plácidamente las páginas del álbum de fotos familiar. Bajo sus miradas desfilaba un niño tras otro, todos con el número ideal de dedos en las manos y los pies y despojados de cualquier indicio de imbecilidad, como para contrarrestar el mal de ojo que hubiera podido traer consigo la mera propuesta de que ella llevaba en su seno un monstruo del Pleistoceno. Los hombres se encontraban en la cocina, discutiendo con menos serenidad sobre la Depravación Total,8 un artículo de fe al que, por algún motivo, nuestro pueblo es especialmente aficionado. Mi tío estaba explicando su relación con el Pecado Original, ofreciéndose a sí mismo como ejemplo para afirmar que, a pesar de su carácter e integridad, de su ingenio agudo y su incomparable erudición, a sus propios ojos y a los de Dios era un ser indigno cuyas obras y acciones no valían más que un harapo inmundo. Si aquélla era nuestra opinión sobre los méritos humanos, no hace falta explicar lo que pensábamos del vicio. Me senté en un rincón con los brazos cruzados y volví a temblar mientras oía la enésima aclaración de la maldición que había descendido sobre la raza humana tras la Caída, una maldición por la cual «toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora» y a la que cabía atribuir todos los males que aquejan a los mortales: la locura y el asesinato, la lujuria, la blasfemia, la enfermedad, la violación, el incesto y los cielos encapotados. Mi padre, que había tenido ya su ración de vestiduras rasgadas, se contentaba con escuchar en silencio, aunque no dejara de aportar al cónclave cierto dramatismo. Para acreditar que se tomaba muy a pecho la Caída, había comenzado a retorcer el pañuelo entre sus puños encallecidos, librándose a una frenética sucesión de contorsiones faciales, como si buscara la expresión más adecuada. Mi tío le tendió la mano para detener aquella maniobra, colmada de protagonismo, y sus muecas concomitantes.

—Ya está bien, déjalo. Dios no necesita exteriorizaciones de este tipo. Lo que nos pide es… och ja, ¿cómo diría yo? —y se hizo un silencio especialmente largo, mientras mi tío tanteaba en busca de las palabras precisas—: Que nos rasguemos los corazones y no las vestiduras.

—Qué labia tienes, Hans —dijo mi padre, que tal vez no estaba tan familiarizado con las Sagradas Escrituras como mi tío debía temer—. Siempre das en el clavo.

Entre ambos grupos se sentaba mi madre, que estudiaba en silencio su querida colección de minerales: el santo olvidado e insospechado villano de toda esta historia, pues en aquel hobby inocente latía una amenaza para nuestra perspectiva del mundo y de la vida mucho mayor que las dudas de mi padre y la iconoclasia de mi hermano. Aunque tuvieron que pasar muchos años para que yo encontrara esta interpretación a la escena que puso fin a aquella larga velada.

Cuando el último huésped se hubo marchado, mi tío se sentó a pergeñar unas notas para un sermón inspirado en los acontecimientos de aquella noche. Se basaba en el primer versículo del Génesis y pretendía ser un tratado sobre la edad exacta de la Tierra, que, a partir de las cronologías del Viejo y del Nuevo Testamento y otras fuentes fiables, podía calcularse en seis mil años. Trabajaba en la mesa del salón, cubierta, como tantos otros muebles de la casa, de los queridos minerales de mi madre: talismanes de su tierra natal holandesa llegados por mar y souvenirs procedentes de cada una de sus vacaciones por su país de adopción y de los paseos que solía dar por la playa del lago Míchigan. Mi tío me permitió sentarme a su lado a mirar.

«Listo», dijo por fin, deteniéndose después de hacer una floritura con el lápiz.

Luego emparejó los folios del manuscrito y buscó un pisapapeles para que no volaran con la brisa estival que mecía las cortinas de la ventana abierta. Escogió, claro está, uno de los minerales de mi madre: un trozo de fósil del paleozoico de quinientos millones de años de antigüedad.

 

 

1 «Párroco», en neerlandés. (Todas las notas son de los traductores.)

2 «Cismáticos.»

3 «Palabrería.»

4 «El padre celestial.»

5 En 1925 John Thomas Scopes, profesor de secundaria del estado de Tennessee, fue condenado por enseñar en su clase de biología la teoría de la evolución de Darwin, en lugar de impartir la doctrina bíblica de la Divina Creación, como estipulaba la ley. William Jennings Bryan fue el candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos en 1896, 1900 y 1908. Furibundo detractor de darwinistas y evolucionistas, tomó parte activa en la acusación durante el juicio de Scopes, que pasaría a la historia como «el juicio del mono».

6 Jugador de béisbol estadounidense de finales del siglo XIX que, durante las dos primeras décadas del XX, se convirtió en el predicador evangelista más célebre del país.

7 «¿Qué te pasa?»

8 Uno de los cinco puntos fundamentales de la doctrina de Calvino, que afirmaba que el estado natural del hombre era el de depravación total, por lo que era incapaz de contribuir a su propia salvación sin la ayuda y mediación del Espíritu Santo.